NONA FERNÁNDEZ (1971): siempre es posible dar más

La última vez que compré una serie de libros chilenos en quioscos era menor de edad. Costaban $1990. Era una colección de libros de la editorial Cuarto Propio en conjunto con el —entonces— diario La Nación. Antes de escribir de los libros, quiero hacerlo brevemente del diario: la capacidad de absorber de la juventud ha reciclado varios formatos de La Cultura del Domingo en estas páginas, que compraba en el único quiosco en que llegaba en la provincia que vivía, en un tránsito que podría evocar el de conseguir este periódico. Seguro aquel hombre tiene también El Ciudadano, aquel viejo comunista detenido en el tiempo.

Pero la lectura de libros siempre llega un poco más allá. En mi biblioteca he guardado libros de esa colección, llamada Huellas de siglo, que salió en el año 2000. Había libros que siempre serán jóvenes: El juguete rabioso de Roberto Arlt —para muchos el gran novelista argentino del siglo XX—, Arcano 17 de André Breton —el más insigne surrealista—, Natalia —que ofrecía una síntesis de los Beat y Rayuela de Julio Cortázar— de Pablo Azócar o Cárcel de mujeres —relato verídico de aquella estancia, ya referida— de María Carolina Geel, más algunos clásicos y algún otro autor chileno. Todavía se consiguen, en ferias del libro o en otros formatos algo más alargados, a veces desde las mazmorras de las cadenas de librerías. Cada título en el lomo lleva consigo un número, y en la ruleta de hacer libros que valgan la pena tengo entre las manos el 9, El cielo de Nona Fernández, el primer libro de una de las autoras más relevantes de estas décadas en Chile.

Cuando Fernández visitó Valparaíso pensé en pedirle que me lo autografiara, pero había desaparecido de mi biblioteca. Volví a pensar en El cielo, a extrañarlo, tras leer una entrevista por la reedición de Mapocho, en que decía la autora a Culto: «Yo diría que este es mi primer libro. Cuando lo terminé, dije esto es. Los cuentos previos tenían algo de como estar aprendiendo a escribir». Me conseguí el libro porque no pude aceptarlo como ejercicio de aprendizaje, porque lo tengo fijado en mi educación sentimental literaria.

En Teoría de la noche, la escritora argentina María Moreno, escribe «Por suerte la computadora me ha permitido archivar mis notas y reciclarlas. Chapa, pintura y actualización al paso. Si me dan un tema nuevo, me las arreglo para utilizar parches de antiguos archivos e intentar injertos y collages que me parecen pertinentes (…) he logrado que muchos confundan esta técnica cartonera con una supuesta capacidad de variedad de registros».

Escribo esto enfermo, y cuando pienso en el error médico que me afectó creo que el primer matasanos no supo diferenciar entre un cuento y una novela corta. Esto viene a colación por el último cuento de El cielo, «Maltés», que podría ser una novela corta. Como sea, se desprende del libro —pese al ingenio de convertir a la protagonista del relato en la escritora de algunos de los otros cuentos— convirtiéndose en el puente a la próxima obra e imaginario definitivo de Nona Fernández. Apoyo la idea en algunas descripciones de las últimas páginas del debut:

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Santiago no se olvida. Se borronea, que no es lo mismo. Yo siempre hago el ejercicio de recordarlo, de llamarlo a la memoria, y cada vez es más difícil después de tanto tiempo.

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En una de las primeras entrevistas tras la salida de El cielo, la escritora dice a El Mercurio que sus personajes «vienen con lugares absolutamente puestos». El río Mapocho, más adelante, será ese lugar, el ombligo sucio de sus personajes, el eje. La prosa de Fernández dejara correr el río pesado del tiempo de la ciudad, y en el tiempo será una forma de revisitarla.

La cita de Moreno es más útil para mí, sin duda. Incapaz de leer me asomo por los pasajes de «Maltés» reconociéndolo, saltando el resto del libro, confiando en quien era cuando tenía la mitad de la edad que hoy tengo. Confío en que leí, no en que puedo leer, confío en el relato iniciático que es aquel último relato para cualquier escritor que haya ido al quiosco entonces.

Imagino cuánto trabajó en estos cuentos si desde mediados de los noventas había ganado premios literarios importantes, pero claro, la prosa siempre puede dar más, «la prosa nunca está terminada», al decir de Manuel Rojas. Una lección ética profunda que comparte Fernández, disponible en Youtube en el Tutorial de Dramaturgia Isidora Aguirre, al decir:

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…dale tiempo, ahí hay otro tema, el tiempo. Sin ansiedad, la escritura no debe ser ansiosa, no debe responder al plazo del concurso, no debe responder a que tengo que tenerlo para mañana, no debe responder a que tengo que hacer un proyecto. No. La escritura es un espacio sagrado de expresión y reflexión (…) Si hay alguien que ha escrito un gran trabajo o un gran texto en un fin de semana, yo les digo no tienen idea como pudo haber quedado eso si a ese material le hubieran dado el tiempo necesario».

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Es un excelente argumento contra el ingenio. La dedicatoria que yo debía tener la tiene el colega que me prestó el libro. Dice «Para Diego, este cielo borracho». Un libro ebrio, desorientado, peleando con nervio, como lo hacen la escritura en «Maltés», siempre joven.

Busco algunas reseñas del libro en la Biblioteca Nacional Digital, leo repetido el comunicado de la editorial en distintos medios. Hallo las siguientes líneas de Jose Promis: «La autora ha demostrado con este libro que es capaz de despertar el interés de los lectores con narraciones bien construidas, pero que leen rápido y no dejan huellas perdurables», en la Revista de libros El Mercurio. MENTIRA. Una imagen del mismo «Maltés» sirve para concluir este párrafo: una pequeña ventana cubierta con papeles de diario, allá se esconde el escritor que buscan y miran en esa narración desde el edificio de enfrente, allá lejos la literatura para quien escribe de ella. Todos quienes escribimos en prensa de libros lo hacemos desde fuera de esa ventana vedada.

Por donde he andado, en adelante, he encontrado botillerías llamadas El cielo, he mirado del neón hacia dentro buscando piezas llenas de botellas para ver solo la imagen de Nona Fernández y sus ojos y pelo entre botellas. Por donde he andado, las ciudades me han parecido literarias, he fumado el tabaco de los escritores, me he sentado en sus bares y he mirado en lo posible su intimidad. La transformación del personaje masculino, del cuento final fue la mía, enfermo de literatura, incapaz de leer y escribir, adicto a todo. «Escribiendo puedes golpear el Cielo», escribiste. Yo sigo buscando aquel camino en esta página.

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