Noticias de las cortinas medio abiertas

«El último tercio de Salvador Amenábar nos hace visitar los espacios prohibidos de Valparaíso, con tanta figuración como delirio en los rostros.

Hace varios años, por la calle fuera de mi trabajo de entonces, vi un hombre dibujando. Pese a la centenaria estructura del Mercado El Cardonal, nunca había nadie boceteando, y este care francés miraba al revés, donde miraba yo, a la bandeja de los estacionamientos y estacionadores. Intensa rutina de los días, transas, peleas y gritos en ese juego de tetris mecánico. A veces una serie de monedas de cien  al aire, que las ganaba todas el que elegía la cara o el sello correcto.

Tres años después, entré a la casa del dibujante, un castillo para el cerro Cárcel. Ya sabía quién era: un pintor valorado, un tipo de procedimientos clásicos que salía a las veredas de este puerto sucio, a la vez escenario invisible para la mayoría de sus artistas. Un pintor, en el tiempo donde todos podían hacer arte sin saber hacerlo, y que este rebotara en ellos mismos y en sus redes sociales. Colaboramos indirectamente en un par de trabajos y nada más. Menos noticias podía tener, Salvador Amenábar no ocupa redes sociales.

Este año, @panpanvinovino libros colocó en el comercio virtual Salvador Amenábar, que fue impreso el año pasado, y su nombre es el título y el autor. En la portadilla se informa que compila dibujos y pinturas de 1995 hasta 2018. La nota biográfica informa que ese es el año en que llegó a Valparaíso. No todos los cuadros pertenecen a la ciudad, sí la mayoría.

El libro de arte, de artista, tiene todas las trampas de las antologías poéticas. Las series son diversas, se selecciona una parte de ellas y son encajadas. El lector o espectador no las ve evolucionar en su tiempo natural, que en este caso serían las salas de exposiciones de distintas galerías. Un artista de cualquier disciplina evoluciona, y yo armo este texto provocado por una serie en particular: Tugurios, de hace diez años, que está concentrada en el último tercio del libro, donde la obra se transforma a continuación, y otras páginas que refieren a las calles de Valparaíso.

Eso me permite, por ejemplo, pasar del prólogo de Cristián Warnken que descubre al pintor en una galería del cerro más gentrificado, o la infinitud de retratos que hay desarrollados en el libro, que evocan las actrices de las compañías de teatro de hace una década. También la serie de autorretratos hace de Amenábar un Constantine, que se ama como todos los que se ven a sí mismos y se dejan para siempre.

Con tinta sobre papel dibujó una serie de los rostros que daban vuelta por ese bandejón frente al Mercado El Cardonal. Reconozco el rostro de feriantes fumando, los caballos detenidos en la esquina, los mendigos que arman sus rucos con cartones, pallets y colchones que siempre se pillan botados. En otra página El callejón de los meados, un pasaje del barrio Puerto que siempre hiede a pescado, con los rostros en grafito, indescifrables.  

El último tercio del volumen contiene una muy breve selección de Tugurios, además de cuadros que podrían agregarse a ese mundo, aunque se desprendan creativamente de él. Óleo sobre tela son los retratos de los viejos chicha, con sus rostros enrojecidos. Los rostros, a veces duplicados en dos técnicas (grafito o carbón sobre papel); cuando son titulados, lo son con los apodos, y esa reproducción doble nos acerca al filo de la vida en la calle y en los bares de más mala muerte, que están unidos a la locura. Las instituciones siquiátricas públicas apenas pueden devuelven el material humano que procesan para liberar cupos para otros.  Los rostros van contando esos padecimientos.

El pintor, en esos bares, tuvo que enfrentar la paranoia de ser un espía. Y lo hizo con el temple que pintaba esos cuadros en gran formato, a veces en una sola noche hasta ver la luz del amanecer. Tras manchar la tela con formas abstractas la vida de los bares se volvía a recomponer en el trabajo nocturno.

Eran jornadas de dieciséis horas, imposibles para él mismo hoy. Apenas pasado el almuerzo llegaba al bar. En la primera hora dibujando era normal que lo molestaran, pero en jornadas de cinco a seis horas, en el mismo bar por varios días, dejaba de ser novedad. Ahí está la gran diferencia de ir con una máquina fotográfica, que todo es gratuito, se saca rápido. Además le pasaba dinero a quienes regentaban esos bares, con más temple que el pintor incluso, y así se neutralizaba en parte el rechazo a su trabajo. Mi atril era mi defensa. El hecho de que vieran el proceso lo hacía para ellos respetable. Mucha gente me apoyaba. La mayoría lo valoraba y se emocionaban de verse dibujados, a algunos no les gustaban y me decían a mí no me dibujai.

No hay pose, porque la pose rigidiza. Amenábar tenía que bocetear rápido porque todo se movía, seres y sillas. A veces la pierna de una persona terminó unido al torso de otro ser humano, por lo tanto, más que individuos queda un arquetipo. Un arquetipo que carga su equipaje callejero en bolsas plásticas, siempre con jockeys o gorros, a veces con muletas, en frente de vasos de vino (de la casa), chicha o cerveza.

Justamente uno de los bares que pinta es el Suecia, allí Cristian Geisse vio un dios morir. La última vez que estuve allí, cada vez que revivía, una mujer me arañaba la espalda maullando como un gato cuando despertaba. Podían dormir allí los bebedores, en sillas rotas, como muestran otras páginas. Porque estos no son bares donde solo se consume, quién sabe qué tengan en la cabeza los que los regentan, pero evidentemente solo echa a los que se portan muy muy mal.

A veces los cuadros se oscurecen, y los parroquianos se vuelven un magma oscuro. En esos períodos se fumaba, el humo estaba ahí, cambió mucho. Esa tiniebla le dio la atmósfera. Para poder pintar, Amenábar llevaba sus propias luces a un pool que retrata. Pasaba de todo, jalaban arriba de las mesas care palo, era descarada la cuestión. Llevaba mis luces, eran mil traslados, y a veces estaba cerrado, a veces no me abrían, mil historias de dificultades y adversidades. Es como un motor que sea a contrapelo. Cuando están todas las condiciones dadas se pierde fuerza tal vez. Me gusta cuando hay resistencia.

La comparación con Geisse se refuerza cuando entra el delirio posterior. Amenábar combina épocas, la misma técnica anacrónica del pintor convoca gente de otros siglos, rostros demoníacos o brujos, desnudos imposibles en medio de la madera, incluso el mismo pintor, la firma de los maestros, animando un salud envenenado. Ya no sé si eran bares o manicomios, terminaron como masas humanas en movimiento que llegaron a ser muy abstractas. Rompe lo figurativo de esta ciudad que para los hueones va siempre en decadencia, alterando factores nos extraña y maravilla.

En estos tiempos pandémicos, en cada calle que sé que hay un bar de este tipo, miro. Atravieso las murallas en las páginas de Salvador Amenábar. Coloco mi oído cerca de las cortinas. La mayoría de los sucuchos han estado en una fase distinta al resto del país, siempre aparentemente cerrados, con letreros engañosos, con la cortina medio abierta para delivery de copetes hechos en casa, con gente saliendo en el clásico zigzag. En algunos de estos bares, hay gente que duerme o que llega antes de las 10 AM para afirmar el pulso y las tripas.  

 

 

Salvador Amenábar

Dibujos y pinturas (1995- 2018)

Editorial Pfeiffer

156 páginas

¶¶