Óscar Farías Assen: Una casa como una estación de trenes. Una novela inédita de los trenes. Una tradición como una estación de trenes

«Me encamino atravesando la calle. Una panadería ya abre sus puertas al público. Sigo a la Avenida Pedro Montt y me detengo frente a un kiosco de diarios y le digo a la persona encargada: —Tres cigarrillos sueltos. —Aquí están. Le pago y me alejo fumando.

Cine Velarde, anuncia un letrero. Es un edificio color crema, ya desteñido por el tiempo. Es uno de los pocos cines porteños que tiene galena para las personas de bajos ingresos».

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Agosto es letal. En esta ciudad normalmente se celebra pasarlo. Debe haber quiénes celebraron de todos modos, en clandestinos o casas.

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El último día previo a la cuarentena, caminé por Uruguay buscando los libros en las cunetas que alimentan mi biblioteca y esta sección. Ahí estaba en su esquina con los libros en el suelo Óscar Farías Assen. Con él, su saco de papas vacío de los libros que botaba al llegar.

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Hace algunos años escribí los textos para una web en la tendencia de las cartografías literarias: ciudadenletras.cl. Tenía que escribir de sesenta y cuatro escritores. Todo partió como parten muchas aventuras en estas fechas, la necesidad de trabajar con fondos del Estado hace que uno se meta en desafíos grandes y absurdos. Para qué decir cuánto me hueviaron los colegas con que eran muchos, pero el número me hizo buscar en mi memoria, en bibliotecas personales, municipales y la Nacional. Tras la capa inicial de autores brillantes, que establecían un arco entre María Graham y Manuel Rojas, venían los otros, los que nadie pensaba ni recordaba. Cuánto agradezco haber tenido que llegar más allá, continuar el trabajo de antologadores como Alfonso Calderón o Ennio Moltedo, buscar en los recovecos de la ciudad lo que se les perdió y haber leído los cuentos de Teresa Hamel, Franklin Quevedo, Pascual Brandi Vera, y las novelas de Armando Méndez Carrasco y Jacobo Danke. Tenía material de distintas generaciones de la literatura chilena: viajeras, narradores sociales y marginales, cronistas, los cincuentas, autores actuales, pero ¿los ochenta? ¿Quién escribiría prosa cuándo no había nada qué ver por acá?

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Recordaba haber tenido y prestado un cuadernillo de Días y noches en las calles de Valparaíso, sin lomo, la tercera edición, que compré el día que fue lanzada en la Universidad de Valparaíso el 2010. Me llevó el nombre de la editorial: Ediciones del Valparaíso Real. En ese lanzamiento habló un exiliado que contaba cómo se hizo el libro en Europa, la segunda edición hecha por Solidaridad, que les narraba a ellos cómo había seguido después del golpe el puerto. Imagino que alguien de ese grupo subió los cuentos a una página, la cual funcionaba hace años como archivo de otra página ya caducada. Ahí estaba la obra esperando, también una cuenta bancaria para donaciones y una dirección en el Cerro Polanco. Antes de la pandemia y las ediciones digitales y los concursos que hoy las premian y las promueven, sin lectores de Ebook o Kindle, arrojados con la misma sencillez que la prosa misma.

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Pedazos de lo que escribí entonces:

«Un paseante y el documental que construye en el híbrido textual entre relato y crónica, como Alfredo González y Juan Uribe Echevarría. Comparten algo frío, algo desvinculado en su prosa; Farías bebe pero no se emborracha, lo invitan a casas de prostitutas pero no entra, visita la cárcel pero no está preso y no es más elocuente para escribir que trabaja en escombros o en libros escolares».

(…)

«Es como si el espíritu de la época estuviera adherido hasta al estilo, la dictadura, el terremoto, la economía, los trabajos estatales. El impulso de los relatos son historias mínimas. La caída de unos cigarros, el encuentro con un mendigo, una buena venta; anclado en paradigmas porteños, escribe la repetición: el vínculo del alcohol con la delincuencia, los hábitos de consumo en la Avenida Argentina, el bar en Valparaíso en reemplazo del café en Viña del Mar».

(…)

«El autor sigue siendo un librero esporádico, y une su doble militancia a otros casos, como el del poeta Alberto Venegas, el cronista Mario Llancaqueo. Casi no tenemos datos de él, tampoco sabemos si hay inéditos, solo podemos encontrar trazos en testimonios que hablan de locura y alcoholismo. Probablemente jamás conozca este texto; pero si lo ve, cuéntele. Él creyó en los bohemios que lo alejaron del barrio puerto, por qué no en el lector que lo guardó en el Almendral».

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Ese texto lo escribí conmocionado por haberlo conocido y de ver en qué se había convertido en seis años. Como un cassette viejo con su cinta dañada, que solo tiene interés en la feria de las pulgas, el Lado B era más crudo y lo publiqué en Crítico. Reciclo —como muchos en este barrio— solo este párrafo:

«La foto en unos días es objetiva, a lo ancho de mi computador. Lo muestra con un ojo cerrado y otro abierto, la nariz hinchada, el pelo retirándose de su cabeza apelmazado y anárquico. Parece que salió a la calle del mismo modo que se levantó».

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Nicolás Campos Farfán escribió esto de Crítico.:

«Farías Assen, el protagonista de Días y noches por las calles del Almendral, cuentista costumbrista de quien en Gaete describe sin pudor sus malos olores; todos ellos son, a su modo, ruinas vivas y son, también a su modo, unos malditos, en cuanto son unos totales desadaptados».

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Antes de empezar el curso de escritura territorial, me  llegó la noticia del fallecimiento de Farías Assen a mi pantalla, y los típicos Post antes del olvido. Pregunté a quién correspondía dónde se podían dejar flores y el porqué del fallecimiento. Nadie sabía. Como casi toda la vida porteña cultural, saliendo del plano desaparecía y se convertía en especulación. Cuando hice mi Post, alguien me preguntó dónde irían los libros que vaciaba en la calle. 

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Guardé todo el material que tenía la web, incluyendo un texto que era un prólogo, escrito por el profesor Osvaldo Páez. Copio un párrafo:

«A la clase siguiente, AM me preguntó si había tenido tiempo de leer los cuentos. Asentí silenciosamente.  ¿Y qué le parecen?  —Mira, me dejaron sin dormir la noche que los leí y las siguientes. Me han dejado con muchas dudas y me gustaría encontrar al autor. Desde ya, intuyo que tiene educación muy irregular, pero una amplia cultura, incluso literaria. (—Sí, es cierto. No terminó la escuela industrial). Indiscutiblemente es el protagonista de sus propias historias, de allí la fuerza vivencial que ellas tienen. (—Sí, así es. Es un hombre que ha sufrido mucho, pero que también ha gozado la vida en la medida de sus posibilidades). Tengo la impresión de que ha estado enfermo, quizás a causa de su afición bohemia. (—Sí, está en tratamiento psiquiátrico desde hace ya bastante tiempo. Alcoholismo y otros problemas. Ya está muy recuperado.) No pude impedirme de preguntarle por sus experiencias de trabajo). —Ha  practicado muchos oficios desde que fue castigado injustamente, como miles de chilenos (exonerado en l974; prisionero de guerra en abril de l975. De sus experiencias como señalero en ferrocarriles surgió su novela Por ahí se va a Limache (1973). Ahora vende libros de segunda mano en las veredas de la calle Uruguay… Además, desde niño lee todo lo que cae en sus manos, principalmente literatura».

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Subí al Cerro Polanco con Raúl Goycoolea. En el camino buscamos la dirección en la web pero la página ya no existía. Había sido bajada el 16 de agosto, día que se conmemora el terremoto de 1906, que dejó a Carlos Pezoa Véliz inválido, que dio carne y sangre para que Carlos Droguett con Todas esas muertes lo reescribiera cuando se podía escribir la mejor prosa en estas calles. Tiempos del capital, como todos los interesantes para la literatura; cuando Valparaíso volvió a tirar para arriba como Patrimonio justo justo aparecieron los escritores otra vez. Como tenía anotada la dirección, llegamos igual, a una calle donde solo cabía un auto, donde una señora mayor tomaba solcito en silla de playa, sin mascarilla. Para lo que sigue, la voz de una vecina más joven y las imágenes.

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Lo conocimos de cuando vivía la mamá. Nosotros llevamos treinta y dos años acá. Mi mamá le daba almuerzo, venía comer todas las noches. La comida que comíamos nosotros le dábamos. Y a pesar de la cuarentena que lo podíamos dejar de lado nunca lo dejamos aislado. Entraba a la casa aunque no usaba mascarilla. Mi mamá lo miraba como un hermano, tanto tiempo ya.

Mi mamá le daba agua, le llenaba el termo. Le dábamos ropa, zapatos. De que murió la mamá él cambió, después se quemó la casa. Abajito trataron de acomodarle un pedazo para que pudiera vivir, que no quedara en la calle.

No sé qué va a pasar con esto porque hay un hermano que está en el sanatorio. Tenía un hermano en Canadá que le mandaba cuarenta lucas mensuales, aparte del hermano que tiene una botillería frente a unos departamentos. Allá se iba a bañar, pero decía que el hermano le daba color. Aparte que tenía esa enfermedad del Parkinson, tomaba mucho, fumaba ya demasiado, nosotros decimos que tiene que haberle dado un infarto porque tomó mucho el día anterior. Compraba esas petacas de ron, esas chiquititas, si no vino, lo que tuviera.

Siempre que tomaba no venía a almorzar, y se le guardaba la comida para el otro día. Como no venía a comer a la casa hace dos días mi mamá lo fue a ver el día lunes y no abría nadie, y ahí con los vecinos llamó a Carabineros. El Óscar le entregó llave en caso de que pase algo, no quiso abrir la puerta porque le da miedo. Sabía que el día anterior estaba tomando, su parkinson demasiado avanzado. Fea la muerte, solo.

Sabíamos que era escritor.

Él se levantaba a las siete, ocho de la mañana. Hay un negocio allá abajo y se sentaba al frente en unas banquitas. Con esto de la cuarentena unos jóvenes le venían a dejar almuerzos todos los días y en la noche comía en la casa. No tenía nada que hacer, no tenía tele, agua, luz, no tenía nada.

Antes de esto, se iba temprano, a las diez se iba a vender libros y se venía a las cuatro o cinco de la tarde, porque después en Victoria no andaba nadie. Se conformaba con lo que vendiera, con dos o tres lucas, lo que le importaba era sus cigarros y su vino, porque tendría para comer.

Lo llevaron a la Parroquia Andacollo, en Washington. Al otro día fue súper rápido, a las once de la mañana el funeral.

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