Panza de burro
Andrea Abreu
Kindberg
202 páginas
Pueblo chico, infierno grande, se dice. Y en la generación que retrata Andrea Abreu —y a la cual, en una latitud distinta, pertenezco— el espacio conocido era aún más pequeño. El registro de una juventud temprana donde las relaciones posibles son solo las tangibles, donde el conocimiento es de oídas y limitado, donde el acceso a internet era a pura intuición y aún no determinaba los vínculos, es la reflejada en esta trama.
La protagonista nos cuenta la historia de un verano en el reverso de las Islas Canarias, digo reverso porque no es el frontis que se publicita en los paquetes turísticos, sino más bien el original, el primigenio, el de las y los pobladores del territorio. Y, paradójicamente, el único territorio relevante en la historia: los hoteles, las playas y turistas son apenas mencionados. Es entonces testimonio en primera persona de un espacio desconocido para la postal oficial, como sucede acá en Valparaíso con el imaginario de la ciudad construido desde el plan y desde los cerros que bordean la av. Alemania (la altura de los cerros solo es reconocido como fondo lumínico de la ciudad que vende). Ahora bien, el reverso es consciente de que se le ha establecido como otredad cuando en su rol de trabajador toca habitar el lado brillante de la isla, el desclasamiento es visible: se me aparecía la capita de fil delante de los ojos y me daba cuenta de que yo no era un cliente, sino que era la hija de la mujer de la limpieza.
Y si bien la historia sucede en tan solo un par de cuadras posibles de cartografiar hacia la mitad del libro como un tablero donde cada pieza cumple un rol específico a los ojos de dos niñas, es retrato de la cotidianidad real de un espacio espectacularizado. Y esa cotidianidad tan específica aún así permite la identificación con el propio territorio. Son solo un par de cuadras, pero en ellas sucede la experiencia de crecer, y la pérdida que conlleva tal proceso.
Específico porque es testimonio también de un lenguaje, un lenguaje que se pone en marcha en la voz de una niña. Resulta en un principio excluyente el exceso de localismos, pero permite una entrada rápida a la dinámica de estas pocas cuadras. Sin embargo esa exclusión es sorteada, y las particularidades del discurso pasan a ser las propias. El lenguaje en el relato no llama la atención solamente por el vocabulario que anexa, sino también por la voz narrativa: una niña. Presenta una contradicción, un vaivén entre un discurso profundamente errático y uno profundamente lúcido de su propio sentir, evidenciable en las maniobras rítmicas: páginas completas sin puntuación frente a otras de oraciones concisas. Asimismo el uso de anglicismos, onomatopeyas: el traspaso del testimonio tal cual suena, con la velocidad que sucede en la mente de una niña de unos diez años. El discurso no solo se lee, se oye.
(…) isora decía orgasmo yo pensaba que un condón era la unión entre un pepe y una cuca yo no sabía la diferencia entre yo e isora a veces pensaba que éramos la misma niña isora bebía cortado leche y leche como las viejas chupaba la leche condensada con una cañita yo me quería chupar la cabeza de isora para meterla dentro de mi cuerpo (…)
En esta novela el tratamiento del lenguaje es también una forma de veracidad, de autenticidad. De ahí su velocidad, su versatilidad, la infancia no sucede solamente en los hechos, sino en cómo se narran. Un jugueteo con la palabra que se te adelanta como lector, que no pide permiso ni espera a que cierre el sentido. Es volátil, absorbe todo lo que ve a una velocidad que te precede, porque no busca dar cuenta de una historia solamente, sino de una forma de vivenciar, testimoniar la experiencia estética de la manera más leal. Busca reflejar ese momento previo a la decepción, donde la vida es en una tarde, que aunque se repite rutinariamente implica siempre la revelación. Momento en que todo significa y que vuelve el conjunto de anécdotas que componen la novela en el des-velamiento de una infancia.
Abreu acierta al no restarle subjetividad a sus personajes. La niñez no es sinónimo de ingenuidad. Quizás uno de los puntos mejor tratados en el texto es justamente la revelación de esas sensaciones primeras. Reconocer las zonas erógenas del propio cuerpo a partir de casualidades que comienzan a buscarse cada vez con más frecuencia. Dinámicas que permiten la identificación de toda una generación: las barbies fueron probablemente las primeras encamadas ficticias. La masturbación sin rumbo, sin saber qué es lo que se busca, pero sí que hay un deseo que quiere alcanzar algo más, el orgasmo aún secreto. Los primeros roces fueron siempre entre amigas: De pronto paramos, yo me quedé encima de ella y, sin pensarlo, estregué un poco mis bragas con las suyas y ella estregó también las suyas contra las mías. Me quedé sin respiración.
Este tiempo de ebullición es reflejado en la amenaza constante del volcán. Es el volcán el pálpito. En el prólogo ya advierte Sabina Urraca: Panza de burro es una novela febril. Contamina. Quizás es ello lo que vuelve tan universal la novela, publicada en cerca de treinta países y vendido más de cuarenta mil copias. Es una historia tan particular, tan específica que termina siendo la historia de todas las niñas que crecimos en una población a principio de los dos mil, que nuestra mejor amiga era también vecina y que la crianza se realizaba en la calle, en perderse en los cerros, en la carencia de la supervisión parental porque el trabajo no permitía la sospecha. Jugar tanto a la pinta como al prostíbulo porque no había vara con qué medir aún lo correcto de lo incorrecto —en cuanto imposición social respecta. Solo había placer y deseo, y por ende dolor y falta. Abreu se permite todas las libertades del caso a nivel estilístico, no hay temor a la contradicción porque narra un momento donde la ambigüedad no aterra. Los sentires se habitan, no se juzgan. Quizás por eso todos los personajes adultos se sienten tan viejos, tan desconectados ante los ojos de estas dos niñas.
Mientras releo esta reseña caigo en cuenta del entusiasmo que refleja. A ratos ideas solamente enunciadas. Veo en ella la estela de la velocidad en que me ha dejado la lectura. Y es que la autora acusa el sustrato biográfico de la novela y resulta que tenemos la misma edad. Y al leer termino pensando en esa amiga con la que hacíamos coreografías de las canciones de Rebelde con los CDs que me grababa mi hermana mayor y de la revista porno que encontramos enterrada debajo del árbol de la plaza y de los juegos que nos inventábamos como excusa para poder sentir esos cosquilleos que no sabíamos de dónde venían. Y de la sensación de acabo de mundo tan inmensa, de un volcán a punto de estallar cada tarde:
La lava del vulcán cubriéndolo todo. La isla descendiendo pal fondo la mar y el mar escupiendo una burbuja de aire después de tragarse la isla y luego quedándose quieto quietito como si en ese sitio nunca hubiera habido nada, ni una isla, ni un barrio, ni una niña dentro de ese barrio estregándose sola hasta sacarse la sangre, hasta apestar a verija y clavos ferrusquentos.