En 1972 el escritor publicó un gozoso reportaje por las picadas del sur de Chile. Seguimos su huella por lugares aún en pie y por otro que frecuentó posteriormente.
Personajes: Manuel Carmona, Roly Escobar y Orlinda Zapata
Lugar de la acción: El yate chico, El Roly y el Barrio chino de Lirquén
Darwin Rodríguez, quizá el último gran amigo de Alfonso Alcalde, nos indica dónde queda El yate chico. Llegamos cuando Manuel Carmona abre la cortina, y nos atiende afuera. Lo recuerda, recuerda que los últimos tres años de su vida el escritor venía a comer: «Las cazuelas le gustaban, era fanático de las cazuelas de vacuno. Se tomaba siempre un vaso de vino. Viene gente de trabajo aquí, les gustan las comidas que son todas caseras, las cazuelas, los chupes de guatita, eso se vende harto acá”.
El yate chico está hace treintaiocho años, el letrero está restaurado levemente. Entramos con don Manuel, el que lo recuerda pese a toda la gente que ha atendido. «Así con don Alfonso. Una vez trajo unos colegas que venían con todo el equipo que estaban haciendo un reportaje en Dichato. Conversaba con la gente, los clientes. Era medio bohemio. Las conversaciones eran de cualquier cosa que salía, de los reportajes que salía. Muy ameno, buena persona».
«Mi señora tenía más tema, tenía más tiempo, sabís que las mujeres son más buenas para conversar que uno». Sentado al lado de la barra, abajo del letrero donde están los precios, conversaba con la mujer de Carmona fallecida hace once años. También leía y tomaba notas allí.
Detrás del caballero, el muestrario de botellas de madera, las botellas se arrinconan juntas: de vino blanco, tinto, botellines, botellones y bitter bajativo. La barra dice Pílsener Escudo, tiene sus años también. Don Manuel recuerda que Alfonso Alcalde «vivía solo en una pensión, donde hoy está el hostal El Morro, a pasos del cementerio. Aquí se veía siempre solo, nunca con la familia». Según la poeta Paz Lilian, de Coliumo, Alcalde no pudo migrar desde allá y por eso volvió a su galaxia tomecina.
La cazuela hoy es de chancho, pollo o vacuno con chancaca, también hay conejo escabechado y guatitas. En la única mesa ocupada hay tres hombres, cada uno con su destino. En «Los socios», el primer cuento del referido El Auriga…, se puede ver el filo de este tipo de bares, el temperamento de los hombres, la pausa en el bar. Como estos, que van desapareciendo poco a poco para volver a sus labores. La hora está en un pequeño reloj en forma de timón, pero El yate chico, más que un barco, es una casa, que tiene en el medio una cocina en forma de rectángulo. Es una poética adecuada para la obra, estas casas convertidas en medios de subsistencia, así fue creciendo, irregular y según necesidad íntima y económica la obra de Alcalde, acorde a las formas de vivir de su territorio. En la parte trasera, hay más mesas desocupadas, papel de revistas viejo, cajas de vino Hermanos Carrera que son los de los vasitos, telarañas y los baños. Detrás el Diógenes de los hogares en el patio, las habitaciones donde viven estas dos personas.
Otro bar clásico de Alfonso Alcalde en Tomé es el Roly, incluido en el reportaje textual (y fotográfico de Miguel Rubio) Comidas y bebidas de Chile (Quimantú, 1972) en su lista de picadas. El dueño actual incluso tiene en la galería de su celular la foto en la barra de Alcalde. Tras servir el ponche de picoroco con el precio especial para los amigos, que es para todos los parroquianos y los esporádicos, el hombre recuerda al escritor:
«Yo lo conocí más que nada porque era cliente asiduo de acá, se venía a tomar su trago, iba a buscar mariscos y se sentaba con su vinito. Le hizo un libro [autobiográfico] a Don Francisco, ¿Quién soy?, que me regaló y me autografió, y lo otro que me regaló fue un cassette con la grabación que le hizo a Don Francisco cuando lo entrevistó y recopiló la información. Ese lo tengo guardado». Recuerda la vez que le compró una guitarra que Alcalde había traído de España, y con esa guitarra aprendió a tocar su hijo.
«Cuando estaba acá en Tomé venía todos los días, la señora, los hijos, todos venían acá al local. Era bien familiar, se juntaba con otros personajes. Es que este es el local más antiguo, tiene sesenta años. En la pandemia tratamos de modernizarnos».
Otro hito de la picada, quizá el que más y mejor se conserva en el tiempo, es el Barrio chino de Lirquén, que es un pasaje con letreros que lo cruzan. En su exterior, la hilera de mujeres ofrece empanadas, tortillas, machas, sopaipillas, todo barato y preparado ahí mismo. Les hablan a todos en la feria de la vida, todos somos amores o jóvenes para ellas que les hablan a los autos que a unos metros tienen un lomo de toro para bajar la velocidad, y se calientan con braseros, como lo hace Orlinda Zapata.
«Viene harta gente, más gente que antes, con la pandemia que pasó viene caleta de gente. Todo fresquito, todo rico, como viene el cliente voy preparando, no me gusta tener harto porque si no se pone vinagre».
«Soy nacida y criada aquí en el Barrio Chino. Aquí falta una, aquí falta otra, todas somos de años, todas las que nos ganamos aquí. Dentro las mesas, si las dejo aquí mañana no están, como están los cabros».
Ya dentro del Barrio chino, vuelven los originales nombres sin sentido que se yuxtaponen a la vista del pasaje. Entramos a Mar Azul mientras se escucha la cumbia afuera desde un lugar en construcción; herramientas como las carretillas están llenas de mariscos. Probamos un ponche de picoroco antes de ir a la playa, por el ceviche y las tortillas de Orlinda Zapata.