«Hombres sin ocupación, perros vagabundos, mercachifles arruinados, muchachos haraposos, empleadillos hambrientos, señoritas humildes, etc., todos se guarecen en el amistoso silencio de esta calle hospitalaria».
«La calle Viana», Carlos Pezoa Véliz.
Hace 115 años, Carlos Pezoa Véliz escribió que elegía caminar por la Viana en lugar de por calle Valparaíso, para evitar el juicio social, las miradas a su ropa y a las de quienes eran como él (mujeres con alguna imperfección visible, por ejemplo). Hoy, esa calle que evitaba tiene tanto un leve residuo de aquello en sus cafés pecera como de disruptivo en su comercio informal. Viña del Mar ya no es la ciudad que fue, o que quiso ser. Ni balneario, ni jardín.
Tras el 18 de octubre esperaba en Valparaíso el caos, pero jamás lo imaginé trasladado a Viña. Pero sucedió, sucede. Los cerros y los campamentos dan toda la cara en la calle. Es historia. A esta disciplina la literatura no le interesa, pero el desplazamiento en su producción entrega señales que pueden aportar al entendimiento de los hechos.
Algo cristalizó con Viñamarinos (Laurel, 2015) de Catalina Porzio, los recortes de una biblioteca vivida y oída en los mismos cafés pecera, selección fragmentaria de la memoria de cronistas como Joaquín Edwards Bello, Roberto Merino, Pedro Lemebel, Sara Vial y Álvaro Bisama, que perfilan la vida de prohombres que definen el carácter de la ciudad y de artistas míticos, como Juan Luis Martínez y María Luisa Bombal. Este libro es el último estertor aristocrático, el último hecho con clase de Viña del Mar, desde un trabajo de montaje (Porzio no escribe, articula). Imanta incluso las referencias que no alcanza a integrar, las absorbe como un desastre natural jamás sucedido.
Pero bajo esta vida viñamarina, había otra escritura oculta. La poesía «negra» de Neoprén (1997, autoedición), de Francisco Núñez Lozano o la revista dosmilera La Cruda, carnívora zine donde salían sujetos suspendidos de su piel en ganchos en fiestas subterráneas. Ambas producciones eran superadas por la pulsión, no les bastaba el lenguaje y regaban imágenes chocantes en sus páginas. ¡Qué ganas de impactar! Mas, no les interesaba su lugar, solamente lo habitaban, a diferencia de Carlos Altamirano, que en Los desórdenes de un arresto (2008, La chusma no editorial; libro anárquico, sin corchetes, ilustrado obscenamente, vanguardista en plegarse a las x para romper el binarismo de los géneros) encaraba Viña del Mar como un paseante en drogas.
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«Los carniceros de calle Arlegui
Cuelgan los últimos cerdos y corderos
Que les van quedando para la venta
Y ya hasta las vitrinas de la carnicería
Tienen el olor y el sabor
A carne y sangre muerta
Lxs ratis y lxs pacxs de la plaza forestal
Les quitan (roban) los termos con aguas calientes
Y los canastos con sanguches
A lxs cafeterxs ambulante del centro
Y toman desayuno una y otra vez!
Los hijxs de putxs!»
(de «El reloj de flores»)
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Altamirano consiguió el dinero para la impresión de Los desórdenes de un arresto a partir de diversas actividades autogestivas con fideos y música. La chusma no editorial no publicó nada más, era una editorial para autoeditarse. El Do it Yourself lo aprendió del punk, cuando organizaba tocatas gloriosas para los subterráneos.
Más adelante, me uní a Altamirano para sacar su segundo libro, Que en paz descanse la poesía (Perro de puerto, 2012). Todas las semanas nos juntábamos a editar un poco en los bares del Viña del Mar popular, en La Sociedad Protectora de Cocheros, El Venecia, El Cosmopolita, El bar del chico. Como nos fuimos a medias con la impresión, costó ponernos de acuerdo y terminó siendo un mix entre poemas y canciones de las bandas HXC en que el poeta gritaba, impreso en el mismo barrio a un costo ridículo conseguido con cervezas.
El lanzamiento fue lo mejor, jamás vería tanta, tan distinta, en un barcito del Mercado Municipal. De eso ya han pasado años.
A Carlos no le interesa la literatura como habitualmente se entiende, con publicaciones sistemáticas, doctorados, críticas, yoísmo. Desde tiempos inmemoriales, los escritores han sido unos eficientes managers de sí mismos, pero mi colega no lo necesita. El libro vendió todo su tiraje en un mes y medio, sin necesidad de salir del barrio donde trabajaba el poeta, en kioscos y restaurants. Desde que sé de él, ha vendido de forma callejera medicamentos, libros, chocolates y matamoscas.
Hace un tiempo ocupa seudónimo, imprime hojas para llevar sus poemas ilustrados. Canta con Los del cerro, la barra brava de Éverton, o le da letras a murgas. Recita encapuchado, así que este tiempo le ha venido bien. Desde el comienzo del estallido he leído en muchos lugares que los escritores no tenemos espacio. En Viña del Mar, en los cerros y poblaciones, Altamirano va a distintas actividades. Y lo escuchan. Quizá es porque es capaz de agacharse y tirar el camote, quizá porque lo han visto toda la vida.
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Un poco después conocí a John Uberuaga. Es editor de Hebra, y en la misma primera etapa de la editorial autoeditó en pequeño formato Forestal, en una colección que incluía los primeros textos de, por ejemplo, Nina Avellaneda. No tienen fecha de imprenta esos libros, pero creo que habrá sido por el 2011 o 2012.
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«Aún era julio cuando los malos amigos se internaban en la selva, la mala vida les robaba el corazón o los escondían dentro de los ojos de los callejones como si fuera septiembre, y en la radio sonaban canciones sucias habladas en inglés, las micros subían chillando resortes olvidados y rancheras y en las esquinas, calladitos, los asesinos y los pasteros recitaban poemas que no ha escrito nadie».
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Y que no oía nadie. John entendió que Forestal era un mundo, más que un cerro o tranque funcional a la ciudad. Aunque por otro lado estuviera Valparaíso, donde era de los que se tomó la sede Gimpert hasta las últimas consecuencias.
¿Cuántas veces se puede escribir un libro? El ya mencionado Joaquín Edwards Bello publicó su novela porteña con tres nombres, en tres décadas distintas. John anunció recién una versión de Forestal para su propia editorial, mientras paralelamente interviene cajas de fósforos con pequeñas fotografías —oficio que desarrolló durante el 2018 en estas páginas— y poemas desplegables, que pueden ser la mejor muestra de lo que sucede acá, ahora.
Poemas para quemar supermercados, Poemas para quemar escuelas, Poemas para quemar fotografías, Poemas para quemar ciudades y Estos días es la serie hasta el momento completa que ha desarrollado. El caos que arma escribir encima del caos, el caos que arma la reescritura hace que todos los momentos altos de esas cajitas no vayan a aparecer en el próximo Forestal. No le podemos pedir asepsia a la autoedición, sino que se ejecute. La obra de Altamirano y Uberuaga responde a la misma irregularidad de la vivienda cerro arriba de Viña del Mar. Queremos que se expanda como hizo la escritura de Pezoa Véliz en distintos soportes para después poblar las bibliotecas con ellos.
Las imágenes que toma Uberuaga en la calle, en las protestas donde pueden estar los otros escritores referenciados en esta página, serán las postales del futuro. Como los encapuchados haciendo un asado instantáneo luego de saquear un supermercado.
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«esta ciudad
será una palabra dicha
en voz baja
y arderá
como la fotografía
de un país lejano»
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La desconexión de la literatura era obviar esa mole mall que cambió el radio urbano de la ciudad para escribir del pasado o de cualquier otra cosa, la desconexión era que textos como estos no existieran. Porque los artistas hallan muy ordinario en lo que se convirtió Viña del Mar. Y puede ser, pero lo ordinario es lo común para otros. Quizá, también, se deba a la paranoia viñamarina. Antonio Martínez escribió en el Soy de Éverton (y de Viña del Mar) (Lolita, 2016): «Santa Inés, un cerro popular y parece que terrible, porque ahí vivían los pobres que no entraban en el plan». Una vez que entraron al corazón de la ciudad, al corazón de su literatura, será imposible sacarlos.
Era inevitable escribir del mall, iba a suceder. Lemebel imaginaba Viña del Mar como un mall gigante. Y no alcanzó a ver que del primer mall se pasó al segundo y al tercero. Armijo parte mostrando a una muchacha que trabaja vendiendo carcasas del celular en un largo pasillo y que mira a los empaquetadores del supermercado (lo escribió justo, esa labor parece destinada a morir tras la eliminación de la bolsa plástica).
La historia se enrarece en una corrida, la escena es contemporánea a las sucedidas tras el 18 de octubre. Aún posibles. Ahí se revelan vidas que pasan horas allí, que están congeladas y derivan en la dirección opuesta a los consumidores una vez que llega la hora del cierre. Y no hay micro directa, así que no queda más que tomar la del recorrido más cercano, que a veces se desvía por otros lados antes de llegar. Armijo sabe de vivir en esas dos vidas, en dos ferias, una en el centro y otra en la Glorias. En una es un excelente vendedor de libros, en otra es ayudante del puesto de su papá vendiendo confort y artículos de aseo.
A partir del epígrafe de Pezoa Véliz, podríamos pensar la literatura viñamarina siempre en conflicto social. La literatura que se debe la ciudad es la que se escribirá del lado de adentro del mesón de atención. La otra ya se escribió, la que podría contener, por ejemplo, a Lucía Berlín o María Moreno, joteadas por gente de la corte internacional o cuicos duros, o la del espectáculo de la muerte de los sicópatas. Y pese a los institutos de arte, los nostálgicos que leen en el Castillo Wulff y los escritores enajenados, es otro tiempo, es otra letra la que se llevará a cabo.
¿Dónde estarás Javiera Torres, cuándo Viña del Mar te necesita? La última vez andabas con un marino de la mano. María Luisa Bombal, con su nariz rota en el busto que tiene en el centro, te espera. El silencio es eterno, hay que hacerlo estallar.