Daniela Catrileo (1987) hasta la aparición de este libro era ya una reconocida poeta. Guerra Florida (Del Aire Ediciones, 2018) obtuvo el Premio Municipal de Literatura 2019. Con Piñen entra a la prosa con un libro notable, áspero en su escritura y mundo narrativo, que podría leerse como una unidad de tres cuentos o una novela.
Patricia Esìnosa, en LUN escribió sobre Piñen: «Todo ocurre aquí en un primerísimo primer plano y golpea sin cesar: la narración se despliega sin ningún tipo de retórica oblicua. Catrileo construye desde el más pleno realismo esta historia de iniciación en torno a un personaje constantemente sometido al despojo. Carolina Manque cuenta en primera persona su infancia y juventud. Es una chica que vive en la periferia metropolitana, sometida a una intensa disciplina familiar que la obliga a asumir una religión y un modo de ser introvertido, dispuesto a cumplir con lo que se espera de ella: una excelente alumna enclaustrada en un hogar que opera como escudo contra la violencia callejera».
Fragmento de «¿Han visto cómo brota la maleza de la tierra seca?».
Durante la semana, distintas vecinas encendieron velas en el umbral de mi cortina, casi esperando poblar la animita insurgente de un santuario para Jesús. No hubo grandes lunas ni carnavales en su despedida. Las nubes siguieron sucediendo en el cielo. Una tras otra, se extinguían con la herida de siempre entre los cables y las zapatillas. El bullicio de los pasajes fue el mismo de otros fines de semana parecidos a ese. Algunos intentaron hacer minutos de silencio, pero finalmente a todos les daba miedo la quietud. A pesar del hacinamiento, la falta de ruido amenazaba el territorio desde lo profundo de nuestras soledades. De eso se trataba esta mala broma de la colectividad presionada por la aglomeración. La comunidad era otra cosa. Por eso hablábamos gritando de escalera a escalera.
De todos modos, entre los pocos concilios históricos que se han logrado, los vecinos que eran propietarios después de años inscritos en las listas del serviu acordaron oponerse a cualquier tipo de festín sobre balas y cumbias. A modo de trawün improvisado bajo las escaleras del pasaje, se vieron como nunca un grupo de cabezas morenas a la sombra de las ampliaciones. Con palos en sus manos imitaban los wiño de antaño. Congregados para resguardar cualquier tipo de venganza en contra del block o contra los amigos del asesino. Reunidos, así, para evitar la invasión de otros patos malos al lof de siempre. Cerrando el portón con la chatarra del viejo Tany. Cubiertos por la soldadura hechiza de mi hermano y el Kiko. Esa semana se permitió entrar sólo a familiares y caras conocidas al agujero geométrico de las viviendas sociales: nuestros humildes nidos del espanto.
***
Desde el tumulto de personas que llegaron con permiso al block, se escuchaba la voz aguda de una mujer. Me aproximé hacia ella para oír mejor lo que decía. Era una chiquilla joven. Con una mano sostenía una guagua y en la otra un encendedor. Estaba a punto de prender la próxima vela del incipiente lugar de oración y de paso el cigarrillo en sus labios.
«A mí el Jesús me sacaba la cresta, por eso nos separamos», repetía una y otra vez, en un reflejo automático de confesión, como el de quien está tanteando la muerte.
«Bueno, algunos sólo viven para morir», le respondía el Kiko, entre volado y serio, mirando atentamente el fuego de su «paragua» recién enrolado, vigilando el portón para que no se siguiera llenando de sapos mientras filosofaba.
Todos quemaban algo. Las llamas forjaban siluetas en cada incendio, desplazando el humo en los callejones que se levantaba hacia los potreros, extraviándose hasta desaparecer en la compra y venta de chatarra de don Tany. Entre las brasas del fuego ardían cartones, papeles o cigarros. Todo ardía esa noche y las noches anteriores a esa. Porque si algo habíamos aprendido en ese rincón de pecadores, era a inmolarnos. Desde las uñas hasta los pelos que se chamuscan. La población entera era un gran fogón. Estábamos dispuestos a remecernos del mal del olvido, al sacrificio en ofrenda de la memoria.
Si una era observadora, podía ver los vestigios de algún quiltro atropellado o envenenado, su piel tejida a los matorrales ya carbonizados, decorando el intento de las plazas públicas por ser un lugar que sostuviera el encuentro. Pero dos neumáticos, los frágiles eucaliptus y el óxido del viejo columpio, no alcanzaban a ser cobijo de nadie. Ni menos sombra para las tostadas pieles de cabros callejeros. Menos para el grupo de pájaros que picoteaban la estela de algún extinto animalejo.
Un poco hacia la esquina de la iglesia. Quizá una fogata para el frío improvisada con los basureros de la municipalidad o en un carrito de supermercado para poner las sopaipillas a freír. Yo, durante toda la semana, como quien mira a un pirómano, me deslumbraba en el resplandor de la hoguera. Mis ojos se perdían ante el fulgor del paisaje desierto. Me ayudaba a pensar en la ruta del salvador. En aquel niño con el nombre de Cristo, Jesús, que no pudo convertirse en redentor entre tanto paganismo.