Los gritos comenzaron a principios de abril, pasadas las dos de la madrugada. Se paraban en medio de la calle y llamaban hacia las ventanas en las que aún había luz: ayúdeme, tengo hambre. Sus voces se amplificaban entre el silencio y los muros de los edificios. El confinamiento los había dejados solos, encerrados al revés en una ciudad vacía. Antes de las diez, se los veía arrastrar cartones hacia el Parque Forestal para instalar sobre ellos sus camas. Horas más tarde hacían la ruta inversa en busca de comida. Caminaban delante de focos de camiones sanitizadores. Las patrullas les pasaban por el lado.
Primero vinieron dos hombres mayores; luego, un chico haitiano que suplicaba con la mirada. Cuando me asomé por la ventana, me pidió una moneda para comprar comida. Es posible que no tuviera conciencia de que estábamos en toque de queda. Le pregunté si prefería que le convidara algo para comer y respondió que sí. Me metí en la cocina y busqué algún alimento contundente, pero no hallé más que manzanas, naranjas, galletas, yogurt y una sopaipilla que había quedado de la once. Le hice un paquete y lo metí en una bolsa. Nos coordinamos, yo desde una ventana en el tercer piso, y él, parado en la vereda, para que la recibiera.
Estamos en una pendiente, que se inclina todavía más en las altas horas de la noche. En esta pendiente en la que estamos, las imágenes de cuarentenas con libros me parecen glamorosas. Yo misma tengo un montón de libros que no solucionan nada y que ahora parecen formar parte de una extraña práctica hedonista. Hay que poner «sobre un pequeño libro un pan tremendo», como escribió Vallejo.
En los días siguientes vinieron otros. Un día llegó uno al que llamé «un hombre con más recursos». Gritó solo una vez y luego se sentó en la vereda del frente a esperar, levantando un cartel escrito a mano sobre su cabeza. Yo trabajaba en el computador, y había corrido la cortina para mirarlo. Me hizo una seña mientras atravesaba la calle. Abrí la ventana y saqué medio cuerpo afuera para oírlo. Cuando dijo «una fruta, por último», sonreí. Fui a la cocina y le preparé un pan grande con doble ración de queso y salame y lo calenté en el microondas. Notó que estaba caliente e hizo un gesto con el pulgar levantado. Luego me contó que una cuadra más abajo alguien estaba vendiendo café, así que puse plata en un sobre y lo lancé sobre el cobertor que él extendía con los brazos abiertos.
Puedo decir, en defensa de los libros, que Knut Hamsun me enseñó que cualquier acto discretamente humano es capaz de sostener a un hombre; Chejov, que saciar el hambre es una vía espiritual inagotable. El libro vacío, que va desde 1977 a 1982, nos mostró a muchos que el apetito puede replicar a cada persona en cientos de fantasmas y que es necesario trasladar continuamente el lado derecho de la vida al lado izquierdo.
Dejaron de venir hace una semana. La carpa que divisaba desde mi ventana al estirar el cuello para mirar el recodo entre dos edificios cercanos ya no está. Bajé ayer al parque y los prados donde antes se instalaban a dormir fueron cercados con mallas. Un hombre murió anoche a unas cuadras de acá, sobre un colchón en una vereda. Su cama fue rodeada con velas y el perímetro, aislado con una cinta de plástico. Perdurar es un verbo que asociamos con las cosas: mantas, cartones, sacos con ropa, carros de supermercados. Nada que se compare con la fragilidad de esos cuerpos, esos esfuerzos por sobrevivir, por instinto o amor a la vida, al hilo de una narración en la que algunos están siendo barridos por un chorro de fuego.