Un ensayo crítico urgente sobre Le viste la cara a dios de Gabriela Cabezón Cámara. «Beya, La bella durmiente de Cabezón Cámara, es una chica raptada por una red de trata y mantenida en cautiverio en un puterío del conurbano bonaerense donde es violada hasta el límite de la muerte durante meses».
Es como un trance. A Gabriela Cabezón Cámara ha dicho que hay momentos en los que escribiendo alcanza en un estado gobernado por la música, el ritmo y la cadencia. Lo describe como un trance. Lo que le pasa a ella cuando escribe, nos pasa a los que la leemos. Sus palabras son música, envuelven como las melodías pegajosas y se quedan dando vueltas en nuestro cuerpo mucho tiempo más del que toma leer sus libros, que nunca es mucho, porque no son largos y, sobre todo, porque es casi imposible interrumpir su lectura sin sentirlo como una traición o una mezquindad. Así, trabajando la lengua con una maestría que descolla y construyendo un universo ficcional en el que conviven Homero, la cumbia villera, el romancero español, la gauchesca, el misticismo y los cuentos de hadas, como en Le viste la cara a dios —que acaba de reeditarse en Chile por iniciativa de Los libros de la mujer rota—, se ha ganado el título de ser una de las mejores narradoras argentinas contemporáneas. Lo dice la crítica autorizada y lo decimos quienes la leemos por puro placer.
Esta novela, que en poco más de sesenta páginas logra ser, para decirlo con una expresión célebre de la tradición literaria trasandina, un cross a la mandíbula, fue, en su origen, un libro por encargo. Distintos narradores fueron convocados para reescribir cuentos clásicos infantiles y a Cabezón Cámara le tocó La bella durmiente. En varias entrevistas ha contado que al principio dudó: «Qué embole. Una mina que se pasa cien años durmiendo», dice en alguna de ellas. Y claro, siendo como es una activa militante feminista, reescribir un cuento que condensa con particular exhaustividad buena parte de todos los estereotipos heteropatriarcales, no parece la oferta más atractiva, salvo que se aproveche la ocasión para agarrar a la princesa, al príncipe, a la bruja mala y a las hadas para subvertirlas de manera tal que merezcan entrar en su universo literario. Y así lo hizo y el resultado es tan potente que después de leerla dan ganas de que reescriba cuanta historia le propongan o quiera ella hacer por su propia iniciativa. Y hay que decir que por el éxito que ha tenido su última novela Las aventuras de la China Iron, cuya traducción al inglés la tiene ente las finalistas del Booker Prize International de este año, y que es una reescritura del Martín Fierro desde la mirada de una mujer, le salen de maravillas este tipo de experimentos.
Beya, La bella durmiente de Cabezón Cámara, es una chica raptada por una red de trata y mantenida en cautiverio en un puterío del conurbano bonaerense donde es violada hasta el límite de la muerte durante meses. Ahora bien, tratándose de la reescritura de un cuento así de clásico, no está de más recordar que la de Cabezón Cámara no es la primera, aunque sea la mejor. Resumiendo, el relato que conocemos como La bella durmiente tiene una historia larga, que va de la tradición de cuentos de hadas que se multiplicaron en la Europa medieval a Angelina Jolie interpretando a Maléfica, pasando por las versiones escritas de Giambattista Basile (1634), Charles Perrault (1697) y los hermanos Grimm (1812), el ballet imperial ruso con música de Chaikovski (1980), la película de Disney (1959) y una prolífica producción de pornografía, industria que ha estimulado la legitimación de las vejaciones que pueden propinarse a una mujer inconsciente por pincharse con una aguja encantada o por consumir alcohol o drogas. Por esas cosas del destino, Le viste la cara a dios se presentó en Chile justo esos días en que la rabia volvió a apoderarse de nosotros cuando nos enteramos de que Martín Pradenas, quien justamente violó a una chica en estado de inconciencia, no iría a prisión preventiva, medida que finalmente se impuso gracias al amplio repudio que provocó esa nueva muestra de justicia patriarcal en un país que ya no está dispuesto a tolerar esos niveles de impunidad.
¿Cómo narrar la historia de una chica raptada por una red de prostitución, mantenida en cautiverio, drogada y violada hasta el desgarro, sin ahogarse en un mar de angustia? ¿Cómo evitar al mismo tiempo la morbosidad y la estetización del horror? «Presa sin saber dónde y sin ver la luz del sol, casi ciega, casi sorda y casi descerebrada sos el centro de atracción, la puta más cara del antro y retemblás con pavor como la tierra partida en casos de terremoto, pero este, el de tus entrañas, no tiene nunca un final sino descansos escasos que usás para auto-ovillarte y cantar tus oraciones como mantras, las elegiste por algo, pero ya no importa más que el ritmo que le ponés, como de canción de cuna cantada por un bebé que se duerme solo». En la escritura de Cabezón Cámara el horror es horroroso, la mierda y la sangre de un culo destrozado a punta de violaciones ininterrumpidas no se adornan ni se disimulan con referencias evasivas, en sus manos ninguna palabra es decorativa ni cumple funciones de encubrimiento. No es tampoco, nunca, una escritura objetivista, que describa miembros destrozados y conchas deshilachadas con la frialdad de un burócrata forense. Por eso impresiona tanto cómo a lo largo de todas sus páginas logra narrar el infierno de forma tal que sin esterilizarlo lo hace transmisible. La clave, ha dicho en varias entrevistas, la encontró en la métrica octosilábica y el uso de la segunda persona.
Y los mismos elementos que a ella le permitieron narrar, son los que nos permiten a nosotros leer. Cuando entramos en el ritmo de su escritura y la lectura se vuelve musical, a ratos es como si viéramos a Beya desdoblada de su cuerpo torturado hablándose a sí misma con una voz cálida, quizás como la que se inventan los torturados o los prisioneros para aferrarse a algo, alentándose, creándose un dios y un santo para persistir en el empeño de vivir; pero a ratos, la segunda persona se convierte en la voz de la autora hablándole a Beya, contándole su historia y nos envuelve el amor de la narradora hacia esa joven cautiva, y el ritmo de la prosa, que aquí es lo mismo que poesía, se siente como una forma de arrullarla con palabras, de acariciarle cuerpo hecho pedazos con susurros y no nos damos cuenta cuando somos nosotros los que le hablamos a Beya y los que con nuestra propia voz intentamos sostenerla como cuando le hablamos a quienes amamos o como cuando nos hablamos a nosotros mismos para ser nuestro propio otro que nos salva. Debe ser por su musicalidad y por su ritmo, y por la calidez de las voces que modula, que este relato no se empantana aunque atraviese los barriales más pestilentes.
No obstante, además de la suya, son muchas las voces de la literatura y de la historia las que se escuchan en la prosa de Cabezón Cámara en este libro y en los otros también. Ya la primera página nos transporta a esa escena fundacional de la literatura argentina que es El matadero de Esteban Echeverría cuando leemos por ahí «matasiete». Nación y violencia, patria y violación, secuestro y tortura. Las bases de la Argentina moderna y por extensión de todas las sociedades que construyeron repúblicas a punta de violación y asesinato se encuentran allí. Resuenan también los despojos de «Estropeado», El niño proletario de Osvaldo Lamborghini, violado brutalmente por un grupo de jovencitos clasemedieros que lo destrozan y abandonan en una zanja y con las zanjas, los cadáveres a los que Néstor Perlongher escribió ese poema inmortal. Se escuchan también las voces de los sobrevivientes a la tortura, al secuestro, al encierro, la tradición de aquellos que encontraron las formas de insistir en la vida aún en medio del infierno. Quizás por eso lo que escribe es tan único y a la vez tan profundo y alcanza una espesura tal que son capas y capas de sentido reunidas en breves páginas.
Le viste la cara a dios aterriza en un Chile convulsionado. A la crisis global causada por la pandemia, a nosotros se nos suman las llamas de la revuelta de octubre que todavía arden. Nada ha sido igual después del estallido social y entre tantas cosas que nos han cambiado se han transformado también nuestras formas de leer. Leer en medio del despertar de un pueblo, leer a la vuelta de ocupar las calles en unas mezclas de fiesta y de guerra, leer luego de que dos millones de mujeres nos tomamos las ciudades del país, es leer atravesados por todas esas fuerzas, es leer para entender, para imaginar, para resistir, para respirar. Quizás por eso, porque leí este libro en medio de todo eso, es que entendí cuán importante es el odio como afecto político imprescindible para hacer prevalecer la vida, como lo hizo Beya. «La única puerta es el odio y no tenés otra leña para echarle a la fogata que los mismos latigazos que te desmayan a diario, pero seguís, el odio te mantiene viva». El odio salva a Beya. Le permite, aún en su condición de despojo, convertirse en dueña de sus actos y desplegar una estrategia, actuar contra sus captores, engañarlos, entrenarse, y esconder sus propósitos detrás de una aparente sumisión. Estrategia por antonomasia de los subalternos ha sido la de engañar al poder mientras se juntan las fuerzas para una asonada. El odio es el arma más preciada de los sometidos y las oligarquías lo saben, por eso viven en estado paranoico, pensando que debajo del poncho el indio tiene un puñal listo para filetearlos o que entre el frenético ritmo de sus tambores los negros se mandan mensajes cifrados para sublevarse y devolverles uno a uno los latigazos acumulados por generaciones completas. No es un temor injustificado. En Chile lo pudimos comprobar en octubre pasado. No por nada la primera consigna que surgió como un rugido de las masas fue «Chile despertó» cantado con una melodía futbolera, quizás proveniente del otro lado de los Andes. En octubre aprendimos, como Beya, cuán necesario es el odio para despertar.
Hace muchos años atrás, el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar releyó un clásico, La tempestad de Shakespeare, y convirtió al vapuleado Calibán en el emblema de los pueblos del Tercer Mundo luchando por su emancipación. Hoy es Gabriela Cabezón Cámara la que reescribe un clásico y construye imágenes de las rebeliones contemporáneas. Mujeres que despiertan. Pueblos que despiertan. Son Beya devenida multitud que dice basta y se rebela. A esa Beya colectiva, a esos cuerpos reunidos que insisten en afirmar su voluntad de vivir, Gabriela Cabezón Cámara les escribió un hermoso poema de amor.