Una lectura de Islas de calor, de Malu Furche (La Pollera) y La oficina del agua de Simón Ergas (Alquimia), dos propuestas «perturbadoras y necesarias».
El revival de la ciencia ficción (que en nuestro medio puede apreciarse en la reedición de clásicxs autorxs del género como Úrsula K. Leguin, Octavia Butler y Philip K. Dick, por mencionar algunxs); el interés que generan las exploraciones filosóficas posthumanistas como las Donna Haraway, Bruno Latour y Eduardo Viveiros de Castro; la experimentación con el mundo vegetal y mineral que encontramos en trabajos como los de Manuela Infante; y la ya considerable lista de propuestas literarias que abordan dimensiones del cambio climático,
son ejemplos de cómo, desde distintos registros de escritura y creación, se ha intentado procesar la catástrofe que asistimos.
Islas de calor, de Malu Furche (La Pollera, 2022) y La oficina del agua de Simón Ergas (Alquimia, 2021), pueden inscribirse en este giro.
Islas de calor, compuesto por cuatro relatos que transcurren en un Santiago del futuro que arde azotado por una ola de altas temperaturas, es el debut literario de su autora. Las historias acontecen mientras el cerro San Cristóbal se incendia, la gente muere de «shocks de calor», el Gobierno decreta un toque de queda diurno, los animales del zoológico se secan al sol hasta convertirse en charqui y los militares mantienen la ciudad sitiada. Desde el título y en cada una de sus piezas, Furche traza una línea que torna lo climático en afectivo, como anverso y reverso de un proceso del que nadie puede escapar. En la «realidad», las «islas de calor» –puntos urbanos donde la temperatura alcanza tal nivel que los habitantes deben abandonarlos– se producen por la combinación de calentamiento global y aglomeración de guetos verticales. En la novela, este fenómeno climático sirve a Furche para configurar los paisajes anímicos de sus personajes: una moribunda anciana perteneciente a la oligarquía venida a menos y «su» empleada doméstica que se secan en una mansión decadente; una muchacha que evade su asfixiante vida cotidiana junto a una madre alcohólica pasando las noches en un bar que fue centro de torturas de la DINA y en el que sigue desapareciendo gente; otra joven que recorre la ciudad en el taxi de su padre mientras sueña con conseguir un «permiso de abandono» para irse a Niebla; una vieja borracha que la Virgen del San Cristóbal salvó de morir quemada y que se convierte en una intercesora milagrosa a la que acuden los desesperados de la ciudad llevando ofrendas de ron y agua. Todxs son, en distinto grado, seres solitarios, inmersos en tramas de vínculos deteriorados y frágiles, arrasados como Santiago. Islas.
Islas de calor
Malu Furche
La Pollera
137 páginas
Se aprecia en la escritura de Furche la convivencia de distintos referentes y tradiciones que van desde José Donoso al gótico y el uso de recursos bien trabajados: la composición coral, los giros, la estructura del mito urbano. Es una escritura compacta, sin digresiones ni recorridos ociosos, en la que todas las piezas calzan. Ciertamente, su oficio de guionista y cineasta debe tener que ver con estos trazos de su escritura, que son una fortaleza al tiempo que un límite para quienes buscan apuestas literarias más arriesgadas.
La oficina del agua, tercera novela de Simón Ergas, encara otra problemática socioambiental contemporánea y de mucha connotación en nuestro país: la sequía. En su historia, la escasez hídrica llega al punto de que los habitantes comunes y corrientes, denominados en la novela «sujetos de deuda» o «seudores», deben reutilizar todos los líquidos producidos por sus cuerpos (sudor, lágrimas, mocos) para regar plantas, lavar platos o pasarse un paño húmedo como sustituto de la ducha, mientras las autoridades evalúan prohibir el llanto y la tenencia de mascotas –por representar fuentes de mala utilización del agua– y las mafias saquean las napas subterráneas para regar sus predios agrícolas. Ergas construye una narración laberíntica y alucinada que da cuenta de un trabajo minucioso con la estructura de la historia y los registros de los que se nutre, sobre todo de la ciencia ficción. Al igual que Furche, Ergas elabora una manera de vincular la sequía con los afectos y estructuras psicológicas de sus personajes: el seudor A. Prieto, un burócrata ejemplar que ha hecho denodados esfuerzos por integrarse al sistema sin chistar mientras riega sus cactus con los mocos líquidos que le salen por causa de una sinusitis que lo aqueja desde niño; el papá-tata, cuyo cerebro se erosiona como la tierra seca que alguna vez fue fértil; y la madre, un torrente de rebeldía que regresa a remover los escombros de su hijo convertido en autómata.
La oficina del agua
Simón Ergas
Alquimia
195 páginas
El personaje de la madre, además, conecta con una hebra sensible, algo subterránea que es el motor afectivo que hace de la novela de Ergas una pieza singular: la presencia de su madre, la diputada humanista Laura Rodríguez muerta cuando él era niño, en todo el libro, desde la dedicatoria: «a quien me llenó la cabeza de historias pero nunca las pudo leer», pasando por el epígrafe: «Y si mi cuerpo dejara de funcionar, ¿por qué no podría seguir siendo yo?» –que es una cita de un texto escrito por ella–, a la construcción del personaje de la madre de A. Prieto, que en la novela representa el espíritu de confrontación y lucha. La oficina del agua puede ser leída entonces como una ficción burocrática, como una distopía ecosocial, y, al mismo tiempo, como un homenaje y una reivindicación de esa fuerza transpersonal que permanece más allá de la muerte.
La lectura estos textos plantea, entre otras, la pregunta por el lugar de la ficción y la distopía. Marc Fisher, en Realismo capitalista, desarrollando aquel argumento de que parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, reflexiona sobre un giro que identifica en la ciencia ficción de los noventa: «Alguna vez, las películas y novelas distópicas imaginaron alternativas de esta índole: representaban desastres y calamidades que servían de pretexto narrativo para la emergencia de formas de vida diferentes». Ve con preocupación que en la ciencia ficción que le es contemporánea «más que una alternativa, parece una extrapolación o exacerbación de nuestro propio mundo». De uno u otro modo, tanto la propuesta de Furche como la de Ergas se ubican en este mismo lugar. En el caso de Ergas, si el relato fuera despojado de los elementos más futuristas y alucinados, lo que acontece en el mundo de La oficina del agua no dista mucho de lo que ocurre en la actualidad, por ejemplo, en Petorca, donde las familias campesinas no tienen agua para bañarse, cocinar o tirar la cadena. «La gente caga en bolsas de plástico», ha contado en más de una oportunidad el actual gobernador de nuestra región. Los cuentos de Furche son también la extensión de formas de convivencia y control social ya conocidas, sobre todo en estos años de pandemia. Una suerte de realismo ecosocial persiste más allá de la ficción. Esto no resta que ambas propuestas sean, al mismo tiempo, perturbadoras y necesarias.