Roberto Arlt (1900-1942): Escupir la belleza

La primera vez que leí a Roberto Arlt fue en la colección que entregaba en kioscos el diario La Nación en conjunto con la editorial Cuarto Propio. El juguete rabioso (publicado originalmente en 1926, la edición que refiero es del 2001), con un papel medio amarillento roneo dentro y una foto borrosa de portada. En el prólogo, Roberto Brodsky lo establecía como antecedente con Manuel Rojas, esa era la seña que se elegía para conectar con este lado de la cordillera. La novela se separaba de la ética rojiana abriéndose paso a la traición mala clase. Es una operación análoga a la que ofrecieron los narradores de margen chileno frente a la novela social. El epígrafe que abre esa edición me resultó inolvidable:

«El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un ´cross` a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y ´que los eunucos bufen`».

Una querida profesora de universidad me comentó que Roberto Arlt había muerto tirándose de un edificio con un piano —esta historia, por absurda, entraría en la antología de mitos ridículos de la literatura, si bien, siendo justos, la misma docente me permitió leer a Carlos Droguett y a Germán Marín—. Llegué después a Los siete locos (1929), que me dio impresa y corcheteada una mierda de persona. La vida de los lectores que no pueden comprar todo deberían tener un capítulo en las autobiografías literarias tan cool de ahora, aparte de los mitificados robos, ¿Qué estás dispuesto a hacer para conseguir un libro? En mi caso, enumero: engañar, prometer, encerrarme a tomar y conversar con huevones, y aceptar encargos imbéciles por tal de conseguirlos. La única aventura que se vive es la que te permite la pasión, y casi nadie es aventurero fuera de la literatura, lo comprueban los diarios de los escritores, perseguidos por la histeria de alimentarse, leer y escribir no más.

Los siete locos me pareció algo superior, extraño y oscuro, como lo es la ciudad y vida moderna. De nuevo estaba la poca piedad («rajá, turrito, rajá»). Algunas veces he escuchado que esta novela es una traducción de otra, pero no estoy perdido leyendo traducciones. Con el tiempo, la única forma original de homenajear su obra, de la que se pueden encontrar muchísimos textos críticos y literarios (incluidos una apropiación maestra de Ricardo Piglia, en Nombre falso, o como personaje de Guillermo Saccomanno en El amor argentino), fue liberando y deformando la propia escritura. Y uno sigue a Arlt, a lo largo de los años y en este momento, llenando la página de un diario con su nombre. El borde del homenaje es el plagio; creo que estuve cerca de ese borde en un cuento que escribí contra el pedazo de mierda que me pasó Los siete locos. En el camino me di cuenta que lo único que no imitaría sería una crónica de Arlt, por imposible. El modelo furioso, tincado, apurado, idiosincrático y concatenado demuestra que la capacidad se perfecciona en el trabajo constante, que existe un género para todos nosotros, en la fuerza de quien escribe como forma de sobrevivencia. No en la calmada perfección, sino en la angustia que remueve algo esencial buscando la moneda.  

En la novela se refiere un plan que tiene que ver con el control de los prostíbulos. El siglo XX debe estar plagado de novelas prostibularias que liberan el deseo de las ciudades. Esta, de donde hacemos La Palabra Quebrada, puerto noctámbulo, tiene sus galerías apagadas y con la oferta de envíos de videos, aunque de seguro habrá quienes ponen el cuerpo igual. La máquina monetaria que somos debe andar aunque sea con un salvoconducto andando por la ciudad, o sin él, en un colectivo que se palabrea el desvío.

Con el tiempo conseguí Los Lanzallamas (1931), en una edición de combate —¡a mil quinientos en mi librería favorita! No recordaba haberla comprado allí, pero reconozco el número a mina al abrirlo— de los libros del mirasol, con un mono entero feo en la portada, y ahí estaría el epígrafe que citaba antes, en forma de prólogo, donde promete una novela para un año después. Tras ello compré al mismo precio en una edición que podría ser pirata pero ya no lo es: (Cuentos, IRTA, 2016; un momento para el colofón: Ediciones Artesanales UN LIBRO LEÍDO ES UN ALMA RECOBRADA CONCIENCIA Y LIBERTAD). Su cara con bigote en una hoja blanca todavía se pilla en las cunetas de Valparaíso.

En algunos viajes a Buenos Aires conseguí las aguafuertes y obras de teatro de Arlt, en una deriva creativa que nuevamente lo acerca a los narradores del margen chileno, que buscan otros soportes para su escritura. Es difícil saber qué lo decepcionó de la narrativa para hacer ese giro, ese abandono de la narrativa, porque tuvo reconocimiento y también resistencia, como las obras que valen la pena. Siempre habría que sospechar de lo que te dicen todos que es bueno, como de la literatura argentina actual en el provincianismo santiaguino.

Ninguno de los libros de Arlt que conseguí es bello. Pero no quiero ser injusto: en los estertores  —los setenta años de muerto en la propiedad intelectual— el mercado literario se la jugó e hizo ediciones caras y de lujo de las que pasé de largo. Hace poco vi un par a la venta y me pregunté si no era una forma absurda de abreviar la cacería para lo que tenía más años de los que alcanzó a vivir el escritor antes de quemar el motor en su columna cotidiana. 

Ahora Arlt es de todos, y todos pueden hacer lo que quieran con él, ¿por qué no existe una edición chilena de Los siete locos? ¿No queremos todos pegarle el palo al gato como su protagonista?, ¿no estafamos a quienes debemos para soportar la realidad y tener placeres que ni siquiera sabemos disfrutar?

Hace algunos años fui a una feria del libro de Rancagua, había unas lucas. Yo iba con la  mochila llena porque mis derivas provinciales me habían mostrado que hasta toalla debías llevar a veces. Entrando a Rancagua había un letrero de un montaje de El rucio de los cuchillos, del paco Rivano. El poeta con que iba regaló sus libros al llegar, casi todo su equipaje. La puerta del alojamiento no cerraba, era una pensión de migrantes y mineros, además de muchos escritores que habían pagado por su edición.

En la tarde ya estaban vendiendo los libros del poeta. Para salir de la cuestión de escuchar a un colega suyo instantáneo le propuse caminar un rato y a unas cuadras del centro había un garaje abierto con libros, con un montón. Estaba llena de literatura argentina buena, muchos libros de Rodolfo Walsh, pero sobre todo estaban las primeras ediciones de varios libros de Arlt, por supuesto la chilena de El criador de gorilas, de 1941 (¡60 años entre la primera que mencioné!). Había erratas hasta en la portadilla de esas primeras ediciones de sus novelas, las máquinas y los dedos no se acoplan nunca del todo al tiempo, la premura y el deseo. Costaban no tanto ni tan poco —menos que un libro de colección vendido por las redes sociales— para mí planchado en ese tiempo, era imposible. Como el poeta se embaló comprando, terminamos hasta en la parte de atrás de la librería y ahí pillé un cuento de Rivano autoeditado en formato cuadernillo ilustrado y lo compré barato. Otra forma de conseguir libros ha sido hacerme amigo de los libreros, venderle libros a la gente. Antes de volver, en la feria me ofrecieron editar sin pagar, y pasarme un montón de ejemplares, en una edición fiera. Ahora creo que tienen razón.

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