Soledad Fariña es una de las voces más originales de su generación. Aquella compuesta por poetas que atravesaron la dictadura siendo jóvenes en plena actividad intelectual. Escribió poesía, narrativa, ensayos y artículos. Con la excusa de la reciente publicación y reposición de varios de sus libros conversamos con ella sobre buscar el origen.

¿Quién escribió antes de Soledad Fariña? Y, lectora o lector, tú sabes que no me refiero al tiempo sino a aquello que en el mejor de los casos llamamos poema. La dificultad de rastrear ese antes sucede por una serie de claras opacidades con las que Soledad Fariña trabaja a lo largo de su obra, iniciada con algo llamado El primer libro. Lo que me pregunto es cómo es posible que alguien pueda hacer eso y sea tan difícil encontrarle un antecedente inmediato.

El primer libro (Amaranto, 1985) al igual que Albricia (Ediciones Archivo, 1988) y un poco En amarillo oscuro (Surada, 1994) parte de una relativa estabilidad: «Había que pintar el primer libro […]» que la poeta rompe y rearma en forma de ritmo delante del lector. Miren la figura que forma un poema avanzado el libro:

«(la lengua)

                       ASFALTADA

                                   NO MÁS

                                   NO MÁS       melasa negra

                                                          caliente                                   —grita

le horada el cerebro la excavadora

DONDE PLUMAS                          DÓNDE PICOS

                                                          le habían preguntado

DÓNDE ANILLOS TATUADOS […]»

 

El techo, en términos formales, no fue elevado por antecesores sino por sus compañeros y compañeras de generación. Al menos por el grupo al que Soledad Fariña pertenecía, aunque no estoy seguro si de manera nuclear y militante, integrado por poetas y artistas, que podemos ubicar a finales de los setenta, cuando Soledad regresó de su exilio en Suecia, y que en diferentes momentos entre esos años y los ochenta tuvo entre sus filas a Diamela Eltit, Gonzalo Muñoz, Raúl Zurita y Juan Luis Martínez entre otros.

Soledad Fariña es una máquina de abrir posibilidades formales a la vez que cierra las puertas a la interpretación inmediata. Susurra constantemente, con ese tono que ella ubica aún en palabras no escritas por sí mismas, la posibilidad de que una obra radical y contemporánea puede ser al mismo tiempo una delicia para el oído.

Respecto de palabras no suyas tres ejemplos míticos: sus versiones de Safo, Ahora, mientras danzamos (Pequeño dios editores, 2012); de Al-Hallaj, Poemas Místicos (Lecturas ediciones, 2021) y más deliberadamente en Todo está vivo y es inmundo (Cuadro de tiza, 2010/Jámpster, 2021) donde ubica un poema dentro de una novela, La pasión según G. H de Clarice Lispector, y para despejarlo selecciona frases que componen ese poema o experiencia mística y las dispone vueltas ritmo (de bandada migrando) en otra página, componiendo otro libro: «Quisiera estar cautiva// qué hacer con tanta libertad».

Como notan, Soledad Fariña guarda una estricta coherencia al interior de su obra que incluye, incluso, retazos de las obras de poetas que eligió traducir-versionar. Como si su obra fuera, como de hecho lo es, menos una cantidad de libros que una vida.

«Me estoy cambiando de casa, me quedó grande» me dice.

La luz del departamento es buena y me habla desde su escritorio o el lugar que utiliza para trabajar. Lo sé porque durante la conversación piensa en libros que saca de la biblioteca que tiene en sus espaldas, sin voltear.

Quiero partir por tu exilio, tengo la sensación de que ahí pasó algo vinculado a tu escritura. ¿Aprendiste sueco?

Sí. En la universidad había cursos. Ahí aprendí. Y a la vez trabajaba. Pude trabajar en otras cosas que me permitían hablar. Pero a la vez estudié. Hice una especie de licenciatura. Se llama de Lenguas Romances, pero en verdad es en Humanidades. Pasa que yo me centré más en literatura, porque en Chile había estudiado Ciencia Política. Pero también mientras trabajaba en Endesa, que era del Estado en esa época.

¿Y ahí ya se estaba fraguando la poeta Soledad Fariña?

No, en verdad yo creo que desde siempre está eso, cuando tienes esa inquietud, lees y eso te da un impulso para escribir. Pero son escrituras sin ninguna pretensión. Pero como estudiaba y trabajaba, en esa época no me quedaba mucho tiempo para escribir. Incluso durante la Unidad Popular de repente pasaban cosas que hacían que tú quisieras escribir, pero era tan fuerte lo que estaba pasando que era imposible. Era imposible escribirlo.

Quizá por eso cuando me exilié pude detenerme a escribir más en serio, a leer. Y a ubicarme también. Porque lo que nos pasó, a tantos que trabajamos a fondo para que eso resultara, aquello que se fue agudizando y agudizando hasta terminar en lo que tú ya sabes, que fue tremendo por lo que fue y porque jamás creímos que iba a pasar.

Y bueno, a la distancia tú miras todo. Quieres aprender esta lengua nueva, esta nueva realidad, aunque siempre mirando a Chile. Digamos que fue bueno. Difícil al comienzo, trabajar teniendo dos niños chicos, pero después en la época de estudio fue mejor. Aunque no pude cursar una carrera demasiado exigente. Con niños era difícil.

¿Y el regreso?

Más difícil. Por mis antecedentes no podía encontrar trabajo así que trabajaba en lo que fuera. Pero también me matriculé en la universidad, en el Departamento de Estudios Humanísticos. Ahí empecé a conectarme con más gente de la literatura. Tuve profesores muy buenos, no sé, tuve a Enrique Lihn. Y ahí, con más vínculos ya, empecé a escribir en serio. También tomaba fotos y hacía videoarte.

¿Qué fotos tomabas?

Fotografiaba la ciudad. Los escombros. En ese momento estaban haciendo no sé qué línea de metro, entonces botaban casas y quedaban las paredes.

Los escombros y tu manera de componer los poemas.

Los escombros y la perspectiva del espacio en general.

Algo común a tu generación.

Claro, en esa época me hice bien cercana de Gonzalo Muñoz y Juan Luis Martínez, por él conocí a Raúl Zurita y Diamela Eltit, y a partir de ahí a mucha gente. Eugenio Dittborn, Nelly Richards, Lotty Rosenfeld.

Esperaste hasta la madurez para sacar El primer libro, y así debutar con una obra tremenda, que veintisiete años después sigue siendo contemporánea. ¿Tuvo algo que ver esa gente que mencionás con retrasar la idea de libro, con esa conciencia?

Pienso que sí. Pero hay que ver de dónde venía. Yo me fui a Suecia con veintinueve años. Y titulada y trabajando. Trabajando con sindicatos en ENDESA. No hablaba tanto como estudiante, aunque en la escuela había aprendido mucho, tuve a Clodomiro Almeida de profesor, incluso a Ricardo Lagos, que nos hacía economía a mediados de los sesenta. El punto es que aprendí mucho ahí, sobre todo de los sesenta. Realmente creíamos en una Latinoamérica unida a partir de lo pasado en Cuba. De partida teníamos muchos exiliados argentinos, brasileños. Luego con ellos nos tocó ser compañeros de exilio, porque ellos tuvieron que salir de Chile junto a nosotros.

Y ya en el exilio me hice aún más consciente del elemento indígena y el mestizaje cultural. Es algo en lo que pensábamos, en lo que pensé yo durante todo ese tiempo. Ese tiempo me sirvió para aprender una lengua nueva que influyó sobre mi lengua materna.

¿Y en la llegada qué pasa en lo específicamente poético?

Me empiezo a vincular con esa gente que te conté. Aprendí mucho de Juan Luis [Martínez], de Gonzalo [Muñoz], de Raúl [Zurita] de Diamela [Eltit]. Porque yo conocí después a las poetas mujeres con las que me vinculan, de mi generación, digamos. Porque si bien publiqué en los mismos años, yo tengo, no sé, diez más que la Verónica Zondek, ocho años más que Elvira Hernández, que Raúl…

No es lo mismo pensar en la revolución o verla caer siendo estudiante que siendo una trabajadora, una madre.

Yo debía haber sido estudiante, pero tuve que ponerme a trabajar para ayudar en la casa. Lo bueno es que pude estudiar. No literatura, que era mi pasión, porque tenía que trabajar y yo cursaba por la tarde. Aunque estudié la mayoría de materias como alumna libre por lo mismo.

¿Y por qué Ciencia Política? ¿Era por este vínculo con la política?

O sea, me interesaba, claro, pero se llamaba Ciencia Política y Administrativa. Y yo me especialicé en administración para poder trabajar. Y ahí conseguí el trabajo en la ENDESA. Y en ese trabajo yo me vinculé con sindicatos. Era complicado. Una mujer que iba a la universidad y era de izquierda en una empresa de ingenieros, mayormente. Por lo mismo recibí amenazas, yo y mi marido de ese momento, que era segundo de la Junta de Jardines Infantiles. Pero por suerte no nos tomaron. Luego tuvimos suerte. Una ayuda. A Claudio lo llevaron como profesor en la Universidad de Estocolmo. Pero fue eso, una ayuda para sacarnos.

Entonces El primer libro tiene esa búsqueda de antecedentes indoamericanos. Me centré en el Popol Vuh, y ese fue mi libro guía. Pero como no tenía tanto material académico empezaron a salir cosas… que tú no… o sea ese pre texto fue un pretexto para que empezaran a salir cosas. Eso y estos poetas actuales, escribientes. Uno tiene la cabeza libre para que aparezcan cosas. Ahora, era una época difícil, para quienes estaban o como yo que volvían. Y eso se nota en el lenguaje. Nuestro lenguaje no era fluido. Teníamos que hablar lo menos posible.

¿Y el proceso mismo de ese libro? ¿Cómo fue eso de descartar todo lo anterior para entrar en eso?

Apareció claramente esa idea de unidad. Y era más fuerte la necesidad de insistir en esta idea de unidad. Me interesaba mucho Arguedas, alguien absolutamente bilingüe debatiéndose entre esas dos culturas, y también la Gabriela Mistral, donde está muy fuerte el mestizaje. Piensa tú que en esos años no había la legitimidad actual, donde contamos con poetas mapuches plenamente conscientes de su lengua. Pero en esos años y en poesía, lo que había eran pocos antecedentes sobre mestizaje, sobre todo, la reivindicación de ese aspecto, la desvinculación de esa blanquitud defendida en Chile. La Sonia Montecinos andaba en esa también, pero más del lado de la prosa, con novelas muy muy buenas. También aparece una dimensión femenina. Porque la imagen es la de una mujer pintándose el cuerpo, pero esas cosas no eran preconcebidas.

Lo de la pintura se conserva.

Sí, por varios libros. De hecho, ahí hay una idea muy importante que surgió conversando con Raúl en ese proceso. Yo le estaba contando un poco de esta latinoamericanidad que estaba trabajando y él me dijo: «que el castellano no te aprese, que las traducciones a un idioma europeo no te influyan. Más que la figura, o escribir sobre, lo que nosotros tenemos son los colores de la tierra», y eso me iluminó.

Pero también se diluyen en tus libros los colores. Como que no son sólo los colores, o los colores escritos son algo más que la palabra amarillo, o la palabra azul.

Claro, porque después, más adelante, empiezo a preguntarme sobre si hay una forma escritural de mujeres. Como honesta indagación más que como afirmarlo con poemas. Sobre todo porque ya en esa época yo era feminista. Leía sobre todo a las francesas. Filósofas, psicoanalistas, pero que escriben bellamente.

Detrás de Albricias está la Luce Irigaray con su Espéculo de la otra mujer donde leí la idea de que nuestra constitución como sujetos femeninos no es por envidia del pene sino por el contacto primero con la madre.

Pero yo no escribí eso, para qué po, si ya lo había escrito de manera maravillosa la Luce Irigaray, sino que escribí la posibilidad de eso, por eso arranca [recita de memoria]:

VIAJO EN MI LENGUA

            de arena pantanosa

dos vocales                             O               E

y ahí se sigue desarrollando el tema. Es un viaje al interior de la madre, pero de cuerpo. Un viaje más biológico, emocional, sexual. Ese libro causó un poco de estupor porque fue tomado como lésbico a pesar de que no lo era, aunque también puede ser, por qué no. Lo hubiese aceptado si yo hubiera escrito un libro más deliberadamente político lésbico. Pero esto era una indagación. Si la escritura es abierta permite esas otras lecturas. Lo relevante es que es con otra mujer, es una relación con una otra. Puede ser una madre, una amiga, y eso se vio ahí como polémico. Muchos varones dijeron: ¿por qué no estoy yo ahí? ¿Y por qué no? Porque era lo que yo tenía en la cabeza. No necesariamente una copia de eso que había leído, pero claro que una tiene en la cabeza todo lo que ha leído.

Se reeditó también Otro cuento de pájaros. ¿Qué lugar ocupa la narrativa en tu obra?

Después de Albricia en que el trasfondo es la unión madre hija, pensé hacer un cuento fantaseando un «viaje iniciático» madre hija por la montaña hasta un lugar donde se realizará o más bien se dilucidará el misterio de esa unión y el intento de desunión que nunca se concreta, tema que trató Mistral en forma increíble en el poema «Electra en la niebla». «Al Alba», se llamó el cuento que se publicó a fines de los ochenta en la revista Nómada de Puerto Rico. Esa fue mi primera incursión. A fines de los noventa la poeta Damaris Calderón me pidió algunos cuentos para su editorial Las dos Fridas, le mandé «Al Alba» y otros relatos que entonces formaban parte de una obra más larga en la que estaba trabajando. Curiosamente en casi todos aparecían, sin que yo los llamara, los pájaros: el tordo, el sueño de los pájaros, las plumas del ala del tucán. Los pájaros revoloteaban por mi cabeza. Son relatos, pero creo que también es poesía.

Publicaste, como Elvira, tu primer libro en la editorial de José Luis Mangieri en Buenos Aires, Tierra Firme.

Sí, durante esa década tuvimos un montón de vínculos con poetas argentinas. En el ochenta y siete organizamos el congreso de literatura femenina y vinieron muchísimas poetas y ensayistas de Buenos Aires: Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer y Diana Bellessi. Después fui y Mangieri me publicó, Diana presentó el libro.

¿Cuál creés que es tu generación?

Generación no es cuando tú naciste, es lo que se genera. Nosotras nos juntamos para ese congreso. Yo conocía hasta esa oportunidad sólo a la Diamela Eltit y a la Eugenia Brito. A la Carmen Berenguer levemente. Y en ese congreso conocí a Verónica Zondek, Elvira Hernández. A todas las que estábamos escribiendo. Ahí intercambiamos libros y nos empezamos a leer. También ahí nos dimos cuenta de que éramos todas diferentes. No había una escuela.

Quizá en la utilización más bien opaca del lenguaje.

Es que nosotras quizá somos experimentales. Y tenemos de dónde. Desde Huidobro para acá. O desde la Winétt de Rokha, porque ha sido más leído Pablo, pero la Winétt era alucinante. Pero hay más; Parra, Juan Luis Martínez. La llevamos puesta.

Pero más allá de eso había una pulsión por inaugurar algo. No negando lo anterior, tanto de mujeres como de varones. La mayoría de nosotras éramos lectoras de Gabriela Mistral. No imitadoras, pero sí que la Mistral dejó muchas claves que nosotras desarrollamos. La mujer como creadora, como intelectual, como pensadora. Eso del encuentro con la madre lo tiene ella en «Encuentro en la niebla» como en otro poema de Lagar II que se llama «La gruta». Son mensajes suyos. Porque la poesía no es de uno. La poesía no nos pertenece. Puedes escribir el poema como puedes o como quieres. Pero la poesía nos pasa, es algo que así nos llega.