Souza
Nina Avellaneda
Komorebi Ediciones
66 páginas
En Souza se deja ver un trabajo fino y cuidado con el lenguaje, y que a pesar de los límites que la autora reconoce en la palabra escrita, logra componer pasajes de una belleza sorprendente.
Apariciones imprevistas de Borges en el metro de Buenos Aires en pleno siglo XXI y un obrero de la construcción que se encuentra con su doble. Así comienza Souza, la primera novela de Nina Avellaneda, anunciando desde el inicio una narración que se moverá fluidamente, a lo largo de sus sesentaidós páginas, entre los límites de lo real y lo fantástico. Si bien es una novela corta, no resulta fácil determinar de qué se trata, y en esta dificultad radica uno de los rasgos más cautivantes de este relato brumoso, poco transparente y ambiguo. En un nivel, se puede afirmar que la novela, a pesar de su carácter fragmentario, cuenta una historia. A partir de escenas breves, escritas con un estilo directo y desafectado, y dispuestas en un orden no lineal, asistimos a un tramo de la vida de Souza, un obrero especializado en la instalación de alfombras y poseedor de una sensibilidad y una memoria extraordinarias, y de Luiza, una actriz decadente y neurótica con la que entabla amistad. Sin embargo, este nivel fáctico parece más bien servir de excusa a la escritora para desviarse en sus propias obsesiones.
Del conjunto de elementos que componen la novela, destaca el trabajo de construcción del personaje principal. Un albañil que conoce toda la música brasileña de los años setenta como si le hubieran implantado una memoria externa y que elabora teorías acerca del destino común de los seres que comparten una fisionomía similar; un hombre capaz de distinguir la singularidad de cada individuo en medio de la masa confusa y anónima de las grandes ciudades. Una excepcionalidad ambivalente. No sabemos si realmente es un ángel, un desequilibrado mental o si alucina bajo los efectos del pegamento que ha aspirado durante las décadas que ha dedicado a instalar alfombras. Entrañable y dudoso, Souza es una creación delicada. En su composición, la escritora muestra su fina sensibilidad y su capacidad para dar forma a lo extraordinario. El empeño puesto en lograrlo aparece en un fragmento en el que la narradora expone partes de su proceso creativo: «Organizo mis días de modo que cuando en la mañana me pregunte ¿qué tengo que hacer hoy? La respuesta sea nada. Desde ese instante en adelante suceden las cosas que me importan, es decir, escribir cuanto sea necesario para darle una figura a la existencia de Souza». Ciertamente, su método funcionó. Sin embargo, la lograda construcción de Souza contrasta con el carácter estereotipado de Luiza. La imagen de una actriz acabada, en el declive de su carrera, neurótica e insufrible, es un lugar común del que no logra escapar. Por lo mismo, la oposición entre el obrero sensible y contemplativo y la mujer culta e insatisfecha carece de los matices suficientes para hacerla interesante. Asimismo, varios diálogos adolecen de un exceso de intelectualismo y de nitidez, convirtiéndose en elementos disonantes al interior de una narración que halla en la ambigüedad una de sus mayores fortalezas.
Souza es, ciertamente, una novela perturbadora, no sólo porque la temática del doble tiene en sí misma una carga oscura, alimentada por una larga tradición folklórica, literaria y cinematográfica, sino porque los climas emocionales que Avellaneda construye, también con mucha solvencia, están siempre en el límite, son inestables y frágiles, como sus personajes. Souza puede pasar del asombro al agobio insoportable de estar abierto sin filtros a los estímulos que lo rodean; puede transitar de la repetición mecánica de las acciones del día a día, a los encuentros fantásticos con su doble que lo dejan internamente desestructurado; puede asomar medio cuerpo por la ventana en la punta de una torre para experimentar la proximidad de la muerte y al instante volver a ponerse de rodillas en el suelo para pegar cubrepisos o alfombras. La tensión emocional nunca explota, pero siempre está ahí, amenazando el precario equilibrio de este personaje bendecido y maldito. Y esta tensión es otro de los elementos excepcionalmente logrados de la novela.
Me parece además que Souza es, y en una medida considerable, una reflexión sobre la escritura y sus límites. En fragmentos que se insertan entremedio de la historia, la narradora se pregunta acerca de la naturaleza de su oficio y expone las dificultades con las que choca:
«Cada vez que intento el relato echo mano de una artificialidad desagradable, mi razón tan solo comprende sucesiones. Escribir es una pérdida.
Lo que en mi sueño me colmaba, el lenguaje lo fragmenta.
¿El lenguaje lo fragmenta?
¿Qué destruye lo que en mi sueño me colmaba?
Un lamento diurno constata la devastación. Quién organizó las cosas de este modo, quién con tanto ímpetu fracasa.
Estacas de sentido sobrevuelan la vigilia.
¿Has soñado? —me pregunta— y una agitación aérea sacude mis manos».
La escritura como pérdida. Preguntas que puestas de manera explícita en la novela permiten al lector entrar en el laboratorio de experimentación en el que la autora intenta, con su propia escritura, hacer frente a las interrogantes que ella misma fórmula. No es casual que Souza hable poco y que las palabras queden cortas para transmitir la maraña de sensaciones que sacuden a un hombre con sus características y experiencias.
La novela de Avellaneda sugiere también algunas filiaciones. La presencia de Borges al comienzo y al final del relato es un recurso de la escritora para situarse o desmarcarse, no queda claro, de una cierta tradición. Sin embargo, mientras la leía, más que pensar en el autor de Ficciones y en la historia larga de los dobles en la literatura hispanoamericana, tarareaba la melodía de Essa mulher de Elis Regina, una de las favoritas de Souza, evocaba películas de Werner Herzog y, sobre todo, recordaba borrosamente pasajes de Vidas Mínimas, libro de José Santos González-Vera publicado hace un siglo atrás y en el que un obrero raro como Souza podría haber tenido un lugar junto a zapateros anarquistas, barberos vegetarianos y habitantes de conventillos convertidos hoy en los ghettos verticales en los que nuestro personaje instala alfombras. Algo hay en la escritura de Avellaneda que me despertó la memoria de este viejo maestro de la sobriedad y el humor. Quizás sea la forma poco convencional y elegante, alejada de cualquier finalidad proselitista o pedagógica, de construir figuras de la clase trabajadora.