Visitamos la casa de Rosabetty Muñoz, una de las grandes poetas chilenas.
Uno de los misterios que tiene la literatura es la fraternidad con que se realiza. Tras ver a la poeta Rosabetty Muñoz en algunas reuniones por Zoom como parte del renacido colectivo Pueblos Abandonados, y encontrármela en Santiago, llegué a su casa en Ancud como antesala al Congreso Pensar lo Invisible junto al colega Óscar Barrientos.
Antes, como mucha gente, ya la había leído, impresionado por esta combinación lírica que ofrece su territorio en voces que pasan por ella. Rosabetty Muñoz es su comunidad y la poesía tanto se escribe como se hace escribir en los talleres que realiza llegando a los límites del archipiélago chilote.
Tras un par de días de conversación al calor que emanaba del centro de su casa, que tenía libros y cuadros en muchas partes, entré al taller/oficina de Rosabetty, franqueado por un escudo escolar de un lado. «Soy profe y poeta por Gabriela Mistral. Por ella uní los dos amores, la literatura y la educación. Me fascina la educación, le ha dado mucho sentido a mi vida estar siempre con jóvenes y con niños. Tú le puedes cambiar la vida a alguien. A cabros que llegan reventados al taller, que no quieren más, que han pasado una infancia muy dura y se encuentran con un par de libros, con una manera de expresar y con otros, porque los talleres lo bueno que tienen es que no es cierto que están solos. Yo estoy por jubilar, pero del colegio, no voy a dejar de hacer talleres».
En la entrada, en el otro lado, hay un fragmento de su obra, aparecido originalmente en En lugar de morir (Cambio, 1986), su segundo libro: «Para estar aquí hace falta estar vencido». Aun en la casa, Rosabetty no abandona el collar que acompaña sus últimas fotos. «Es un pillán, una defensa. La casa está llena de ruda, yo creo mucho en la protección».
–Cuéntame de tus publicaciones en los años ochenta.
–Había un concurso nacional que hacía el grupo Ariel. Yo me gané una mención honrosa a los dieciséis.
–Chica.
–Sí, es que trabajaba con Mario Contreras, y él fue un aliciente, me puso poetas delante para leer. La cuestión es que mi papá no me dio permiso para ir a Santiago, entonces los poetas me empezaron a escribir cartas a máquina. Cuando ya tenía dieciocho o diecinueve años me escribió Luis Alejandro Iglesias, que dirigía el grupo, por si tenía algunos poemas para publicar. Yo había escrito en tres tardes en la biblioteca pública de Ancud Canto de una oveja del rebaño [1981]. Es corcheteado, con tapa a mimeógrafo, trescientos ejemplares. Lo hicieron en sesiones de taller y después lo distribuyeron en todos lados. En el taller estaba Lemebel todavía como Pedro Mardones, que publicó poemas en la revista Ariel.
–Con lo que me cuentas de tu padre, ¿cómo te vinculaste con la literatura?
–Está la contraparte, mi madre. Mi abuela hizo de todo lo que puede hacer una mujer sin educación para criarla. La inscribió en la Escuela Normal pero mi mamá se casó. Entonces toda la reserva de lo que le gustaba de la literatura la fue volcando en nosotros, sobre todo en mí. Nos recitaba poemas, nos enseñaba, yo me sabía poemas de veinte o veintidós estrofas, y en las procesiones de los santos yo los decía parada arriba de una silla, vestida de blanco. Mi mamá les tenía pánico a los temporales, algo muy extraño en un chilote, y cuando había, nos acostaba a todos juntos y nos recitaba poemas toda la noche hasta que nos dormíamos.
–La religiosidad es importante en tu obra.
–Toda esa belleza de la religiosidad popular es muy fuerte, la gente les da un poder a esos santos que a mí me emociona mucho. Yo he visto santos como el Nazareno de Caguash usando ropa en que las mujeres gastan meses de trabajos, porque hacen mandas. Van a Achao, Castro, a Puerto Montt, les compran aros, collares, terciopelo, satín, lo que no se pondrían ellas jamás. Lo mejor para los santos, para que lo tengan puesto un par de horas y lo recorten y se lleven a la casa un pedazo. Es lo que les da dignidad también, si no sería su vida más tremenda. Es darle estatura a su participación en el mundo. Todas esas comunidades están empobrecidas, no pueden ir a la playa porque no salen mariscos por ese envenenamiento de los fondos marinos, y lo que les queda es esa dignidad.
–¿Algo que quieras agregar de tu formación?
–Lo otro que es que vivimos dos años y medio en Quenac, una islita, cuando tenía ocho, nueve años. No había televisión ni luz, no había nada. Todos los hombres estaban en Argentina en la esquila, pasaban meses las mujeres solas. Entonces íbamos en la noche a las casas de las vecinas, con unas lámparas que les decían camisas, que las colgaban en el techo. Los niños jugábamos en las sombras con un radio de luz muy bajo. Las viejas en el flojero conversaban detrás de la estufa mientras tomaban chicha. Y uno escuchaba cómo hablaban de los brujos, todas las historias que contaban como que fueran normales: que sabían que el fulano de allá había salido volando y que esta otra hizo un mal y fulano se enfermó y está en el hospital.
–Tras En lugar de morir viene la etapa de Valdivia.
–Ricardo Mendoza que fue fundamental. Publiqué en Kultrún Hijos, Baile de señoritas, casi todos juntos, y ya empezaron a haber fondos culturales. Había un microclima, se estaba desarmando el grupo Matra, con Maha Vial y Pedro Jara. Nosotros creamos el grupo Índice en un patio de la Universidad. Como nos prohibieron juntarnos, el padre Ivo nos pasaba una sala en la Catedral, en una reunión de todos los jueves, que duraba hasta el viernes y el sábado. Era sorpresivo encontrarse con esas cabezas, con esa pasión. Si te encontrabas con un Índice en el patio no ibas a clase, y quizá no ibas en tres días. En paralelo se hacían los recitales de Schwenke y Nilo, Jorge Torres hacía teatro y varios del grupo hacían teatro con el gordo. Había un ambiente muy efervescente, muy político, hacíamos mucho panfleto, nosotros construíamos reproductores –todos éramos pobres como las ratas– en una bandeja para cocinar, con una receta creábamos una gelatina y ponías una hoja y comenzabas a presionar para la siguientes; las primeras diez o doce salían legibles y después había que volver a la olla. Eran hojas muy pendencieras, fue nuestro espacio de resistencia. Pero antes viene Concepción.
–Háblame de Maha Vial.
–La Maha, es muy importante para mí, porque hizo del cuerpo y la palabra un amasijo sufriente con el que ella trabajó toda la vida, con los límites que uno y otro podían tener. Y peleó e hizo todas las formas de expresión. Hay libros de ella que encuentro superiores como El asado de Bacon.
–Tu casa está llena de cuadros.
–Precisamente por la experiencia valdiviana, porque había una comunidad de artistas. Ricardo Mendoza empezó a generar publicaciones con Pedro y la Maha, trabajaban mucho con imágenes, con muchas ilustraciones. Después se puso a pensar el libro como un objeto que tiene otros lenguajes también.
–¿Qué piensas tú de eso?
–La concepción del libro me interesa, su manera de llegar, me interesa que tenga buen papel. No soy muy amiga de los libros de emergencia. Tuvieron un tiempo, era necesario. Están todas las herramientas para que estén bien pensados, atingentes a lo que tienen dentro. Siempre mis portadas las hacen artistas.
–En Concepción estudiaste Derecho. ¿Te conectaste con algún grupo literario?
–Sí, y fue un horror. En la escuela de Derecho se creían la muerte. Vi un día que había una reunión de poetas, Sol oscuro, y eran hartos. Puros hombres. Había un círculo grande, todos comenzaron a leer, y yo leí dos poemas. Quedó un silencio que te mueres. De repente uno de ellos, más valiente que los otros, dijo «tú no perteneces a este grupo, nosotros hacemos una poesía iconoclasta, lo que tú leíste es muy romanticoide, es malo». Y me fui llorando por el camino, uno fue atrás hablándome porque le debe haber dado pena: Egor Mardones. Pero tenían razón, con perspectiva. Pero nunca he echado de un taller, es muy violento, es muy fuerte. Hay gente que me ha dicho «quizá fue porque eres mujer», y no sé, no había nadie con quien comparar. Yo seguí yendo, preparaban un recital literario y dije que quería leer.
–Ya en los noventa publicaste con LOM.
–Tres libros uno tras otro: La santa, Sombras en El Rosselot (Premio del Consejo del Libro) y Ratada. Yo estaba en Chaitén, en crisis, no tenía pega, sin vínculo con nadie, no voy a ser más escritora, pensaba. Esos dos últimos libros los escribí ahí. Jorge Torres fue el motor de la Revista Imaginaria, que nunca salió, y nos juntábamos tres o cuatro días, era como un intensivo. Cada uno financiaba su viaje, de hecho, mensualmente poníamos una cuota para la revista. Era como mi respiración. Nuestro punto de encuentro era el Tragabar, la Maha era la copera. Juntaba los restos para cuando cerraban.
–¿Y qué pasó con la plata de las cuotas?
–La habremos tomado toda en el Tragabar.
–En Chaitén te penaban en la casa, ¿no?
–La casa que arrendamos había sido una cada de huifa mientras construían la carretera Austral. Cuando llegué todos me hablaban que bailaban brasileñas y gallas argentinas y cuando escribí Sombras en El Rosselot empecé a entrevistar, me decían «no, si yo nunca fui», nadie reconocía haber estado, así que puse los epígrafes tal cual. Tenía un salón enorme con las luces abajo. Era muy chora la casa.
–¿Algo cambió al publicar en alcance nacional?
–Yo creo que sí. Hay muchos compañeros que no han podido salir de la autoedición, y yo nunca he financiado un libro. Siempre hizo una diferencia. Sí he participado en postulaciones para hacer libros con Ricardo, que es lo mismo que hacía la Maha. Para En nombre de ninguna hicimos una preventa. Teníamos una convicción de que había que construir espacios de producción, de crítica, hacerlo todo aquí, lo hacíamos todo, un nido a mis libros. Pero a la vez se volvía muy asfixiante, ninguna posibilidad de hacer circular los textos, necesitaba tener todo un sistema para financiar y que llegaran a otras partes, y uno veía que libros preciosos no tenían la posibilidad de dialogar con otros. De esos libros de Kultrún no quedan ejemplares, quinientos ejemplares circulaban. En LOM me desprendía de esa pega, ellos se lo hacían llegar a la gente, se han portado excelente conmigo, lanzamientos buenos, muy convocantes. Y le ha ido bien en los premios, que eso es bien importante.
–Desde que entraste a Pueblos Abandonados, volvió la actividad. ¿Cuáles son tus expectativas para el congreso que se prepara?
–El del año pasado fue fascinante, el peso de las obras que se plantearon. Coincide con lo que está pasando en el país, con el remezón, es un buen momento para pensar, estar siempre alerta, no estamos asentando nada, no es una nueva Sociedad de Escritores. Quiero que sea más coral. Tenemos un deber con la escritura, no sirve que uno siga apretando la misma tecla eternamente, va a salir algo distinto. Sé que hay escritores que lo han hecho todo a solas, leyendo también, pero esto es hacerlo afectivo, humano, con la duda, la pregunta del otro. Nos hace bien.
–¿Cómo evalúas tu postulación al Nacional?
–Me han pasado lecturas inesperadas, imposibles, gente que no habría llegado nunca. Es lo que hace la sobreexposición. Las solidaridades y las complicidades o se solidificaron o se cortaron. Lo único que me causa duda son las etiquetas que te restringen, que te sitúan como exótico, mujer, chilota, de provincia. No te ponen en igualdad de condiciones. Eso sí me provocaba problemas. Terminamos hablando de eso y no de los libros. La mirada era distinta, aun en el grupo de las mujeres. Porque si vamos a hablar de discriminación, es cierto que han sido discriminadas las mujeres en el Nacional, pero todavía más las mujeres de ciertas clases sociales y ciertos lugares. Sí, yo soy súper apegada, pero quiero abrir, completar mapas.
–¿Cómo te imaginas una buena política cultural para este Gobierno?
–Hay dos ejes: la educación artística tiene que volver no sólo dentro de la escuela. Volver a los lugares, no que la cultura esté centrada, expandirla a los barrios, a los centros vecinales. Yo hice un proyecto en que se leía poesía chilena en las juntas de vecinos, tomábamos café y conversábamos. No seguir impulsando esos elefantes, centros culturales o teatros, en los que no pasa nada dentro. Volver a recuperar la comunidad.
–Escribes hace veinte años en El Insular comentarios literarios. Es ad honorem. ¿Por qué lo haces?
–Es muy simple: porque si no lo hiciera, no existiría.
Al final de la entrevista, viene el momento de partir a Achao. Me extiende un cuaderno donde los visitantes anotan, veo muchos escritores y escritoras que respeto y admiro. Escribo.