El taller de este mes aborda la dramaturgia, esa escritura con la que nació la literatura pero que hoy es periférica en la edición independiente de nuestro medio salvo por honrosas excepciones. A cargo una de sus jóvenes, sólidas y talentosas exponentes: Carla Zúñiga. Ha publicado las obras: Historias de amputación a la hora del té (Oxímoron, 2019), Prefiero que me coman los perros (Casa de las servidoras de las musas, 2018), La trágica agonía de un pájaro azul (Oxímoron, 2017) y Trilogía de la fatalidad: dramaturgia para una tragedia contemporánea (Chilena, 2016, con prólogo de Juan Radrigán).
Hay dos formas de comenzar a escribir una obra. Seguramente hay más, pero al menos para mí, hay dos. La primera tiene que ver con empezar desde adentro del personaje. Esta forma nace a partir de la curiosidad que he sentido siempre por conocer el interior de las demás personas, y por la frustración que me da sentir que, por más íntima que sea mi relación con alguien, nunca voy a poder acceder a esa verdad única, a ese sentimiento, a esa idea inicial, a esa contradicción, a esa confusión, a esos recuerdos, temores y deseos más ocultos que yacen en la profundidad de cada ser humano. Nunca veremos el fin del universo, ni lo más profundo del mar, ni tampoco el abismo existente en las personas que nos rodean. Nunca conoceremos bien a nuestras madres, padres, amigas, hijas, hijos, parejas. Ni siquiera seremos capaces de conocernos a nosotras mismas. Sin embargo, la dramaturgia es una manera de inventar ese vacío, y me gusta comenzar desde ese punto. Me imagino el interior de los personajes. ¿Qué piensan antes de dormirse? ¿A qué le tienen miedo? ¿Qué recuerdos tienen de su infancia? ¿Qué les avergüenza? ¿Qué secretos guardan muy dentro de su corazón? Los personajes van a ser los únicos seres que vamos a conocer en profundidad. Y eso es algo que me apasiona. Inventar las subjetividades de cada una de esas personas ficticias. Mientras más conozco a mis personajes, más fácil es saber cómo se comportarían en distintas situaciones y qué se dirían entre sí. También es más fácil saber cómo se constituye esa ficción, que no es más que una mezcla de las subjetividades de todos aquellos que habitan ese espacio. Desde la profundidad del personaje, se empieza a expandir el paisaje, hasta conformar un universo entero, el universo propio de esa obra.
La otra forma de comenzar, es pensando en cómo quiero que se sientan las personas que vean la obra que voy a escribir. Sin siquiera saber la historia, ni los temas, sólo pienso en sensaciones. A veces quiero que la gente sienta rabia, o pena, o risa y pena, o angustia, u horror. Nuevamente imagino el interior de alguna persona del público, me imagino a esa persona sentada en la butaca, a oscuras, sintiendo algo al haber visto esa obra, llevándose eso que sintió a su casa, tratando de compartirlo a otras personas, sin éxito, pensando en la obra al otro día, incluso años después. Pienso en cómo me gustaría sentirme yo al ir al teatro.
Después de tomar cualquiera de estas dos decisiones, pienso en qué historia podrían habitar esos personajes, o qué historias me han hecho sentir así como quiero que se sientan las personas del público. Me gustan las historias violentas, que remecen a los personajes, porque creo que la violencia es parte de nuestras vidas, una parte tan normalizada que después de un tiempo ya no somos capaces de verla. Me gustan las ideas absurdas y ridículas, porque muchas veces nos olvidamos de que la vida no tiene tanto sentido como creemos, ni tampoco lo que hacemos, ni lo que amamos, ni las bases sobre las cuales está sostenida nuestra existencia completa. Me gustan las historias de mujeres y disidencias sexuales, porque creo que no hemos escuchado esas historias lo suficiente, no hemos escuchado esos relatos, no hemos conocido los interiores de esos personajes, sólo las hemos conocido desde el estereotipo y la funcionalidad. Me gustan las historias extrañas porque lo normal es aburrido y además creo que la normalidad no existe realmente. Me gustan las historias de ambigüedad, porque creo que la categorización y las normas establecidas nos dan la sensación de que los límites son inamovibles, cuando en realidad, vivimos frustrados por el hecho natural de salirnos constantemente de los márgenes, aunque nada es fijo, todo evoluciona, cambia, se mueve, sobre todo lo que tiene que ver con nuestra identidad y nuestra percepción del mundo.
Después de eso empiezo a escribir la obra, casi siempre en diálogo. Hay algo en el diálogo que me fascina, mucho más que el monólogo. Amo las posibilidades de construir situaciones a partir de dos personas que están intentando absurdamente comunicarse la una con la otra. El diálogo es un baile, es coreografía, es cuerpo. A diferencia de la literatura, estas palabras que estamos escribiendo en la obra, van a ser encarnadas por alguien, van a ser dichas en voz alta, van a salir desde la profundidad de un cuerpo. Entonces no puedo pensar en ese diálogo sin pensar en ese cuerpo, sin inventarlo, sin pensar en sus huellas, en cómo suena, en qué clase de vida ha tenido, en cuánto amor ha recibido, en cuán solo se ha sentido. Todo eso me va a ir dibujando a esa persona y a su historia de vida. Escribir es igual que dibujar un retrato, sólo que acá ese retrato se dibuja solamente a partir de las palabras que dice y la forma en que las dice.
Para poder hacer que ese diálogo funcione, pienso en el conflicto. Pienso en esas dos fuerzas de magnitudes iguales que se oponen. Pienso en el deseo avasallador de la protagonista, en la fuerza que tiene, en el fuego interior que va quemando todo a su paso. Y que choca, una y otra vez, contra la frustración y el fracaso. Los personajes, al igual que nosotras, estamos presas del deseo. La historia no es más que deambular entre el deseo y el fracaso, entre la felicidad y la pérdida, entre tener una certeza y luego no estar segura de nada. Pienso en personajes que se adentran en un bosque oscuro y se pierden, como se pierde todo en la vida.
Y de esta manera se llega al clímax de la obra. Con los personajes en absoluta desesperación producto de sus deseos, enajenadas, caminando a oscuras, tratando de afirmarse de lo que sea que encuentren a su paso. Y todo explota como una bomba. Explota de verdad, destruye todo lo que antes había. Destruye los cuerpos, los personajes, los lugares, las palabras, las convicciones. Todo se destruye y ya no hay vuelta atrás. Entonces la protagonista tiene que levantarse, ver ese lugar destruido, limpiarse la sangre, salir de ahí, y buscar otro lugar para volver a empezar. Para tener claridad sobre cómo construir este momento, que es el más importante, el final de la obra, me sirve mucho recordar las preguntas iniciales que me hice. ¿Qué quiero que sientan las espectadoras y espectadores al ver esta obra? ¿Con qué sensación quiero que se queden?
Algo que me pasa siempre es que la explosión no es tan explosiva como podría llegar a ser. Entonces reviso toda la obra, pensando en si las decisiones que tomé son lo suficientemente radicales, si mis personajes están llegando lo más lejos que pueden llegar, y si están haciendo lo suficiente como para que la situación dramática se vuelva lo más dramática posible.
Finalmente pienso en el título. Para eso, leo la obra muchas veces, anoto las frases que creo que son las que definen la obra, pienso en las palabras claves. Hasta que de pronto, el título aparece como una revelación. Y luego, por fin, aparece esa felicidad única de haber terminado un texto teatral.
DICIEMBRE-2021
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