Al cierre de la geografía de las páginas anteriores, fragmentos de experiencia para volver a ellas.
El recorte de la digresiva enumeración de Yanko González para explicar sus años de formación en la 101 Matadero, revista del 2000 que pillé usada en Valpo, calza para terminar este dossier: «Los libros de mis compañeros de sur y de oficio: Poemas encontrados y otros pretextos de Jorge Torres y Karra Maw’n de Clemente Riedemann».
A Torres lo leo fragmentado en antologías virtuales, a Riedemann lo pude oír en Concepción. En aquel viaje aproveché las mañanas para entender la obra de Alfonso Alcalde, en las caletas de comida barata como Lirquén, o en la propia Tomé, donde un viaje antes pude echarle cerveza en la tierra al maestro y ver que estaba a punto de caerse de la quebrada junto a Tagore Biram, en la sección arte de la necrópolis que quedaba al frente del cartero, como me señalaron al llegar. En la caleta pude hablar con Darwin Rodríguez y Egon Mardones, sus colegas, y beber ponche de marisco. Camino al paradero, me comentaron lo cerca que estaba del lugar donde terminó su vida el santo patrón de los que escriben lo que sea de la forma que sea, sin límites ni formatos.
Cada viaje ha sido eso, entender. Los subterráneos australes que me dieron ingreso a la distopía territorial de Óscar Barrientos en Punta Arenas, también la conciencia política de obras hermanas a la suya; las caminatas abiertas regiones antes extienden los horizontes de los poemas de Gloria Dünkler; la calle Orompello de Concepción de madrugada tiene las fantasmas de la poesía de Thomas Harris; la navegación corta en el lago Llanquihue me hizo mirar el estadio e imaginar rodando La iluminada circunferencia de Jorge Velázquez, por contraposición a sus poemas de fútbol de barrio a medio inundar.
Cada viaje he traído nombres y algunas piezas acá inhallables en librerías de viejos o en lugares inesperados. Libros que fueron llevados entre Santiago y Punta Arenas, que están en garajes o entre artesanías. Incluso libros independientes penquistas para estas páginas a cambio (¿?) de un pasaje adeudado. Cosas de la vida rokhiana provincial.
Torres y Riedemann, son dos apellidos a los que les debo páginas en este suplemento, entre muchos otros. A otros sureños y a otras sureñas no les debo páginas, afortunadamente: Luis Marín, Claudia Jara Bruzzone, Pavel Oyarzún y Óscar Petrel son algunos de los y las que han aparecido entre muchos más, en distintas secciones, en los últimos tres años. El sur es mucho más que dieciséis páginas una vez al mes. Tratamos en las anteriores páginas de captar lo posible, no continuar el (¿inevitable?) centralismo de la matemática productiva (ISBN) por vivir en la provincia y escribir en la más cercana al centro.
No escribo entonces solo nombres, también pesquiso la huella editorial, de libros que despliego en PDF en pantalla, incluso; como las pistas de la Biblioteca Nacional en viejos artículos del tiempo en que existía la prensa regional. Me he visto esperando, en estos días, al hombre de lentes y polera ya no roja sino rosada de Correos de Chile (son cincuenta pesos); los jóvenes exfutbolistas de Chileexpress, a los cuales confundo en sus visos que combinan con su uniforme que a la vez combina con el mío; o la mujer que tiene parte de su pelo teñido verde que llega a cualquier hora, de la empresa Starken, sin uniforme. Una noche silenciosa de la pandemia me golpeó la puerta y le pedí a mi pareja y a mi hija que se escondieran pensando lo peor. Escribo empresas, porque no tengo nombres. A veces la mujer del pelo verde viene con (¿su hija?) una acompañante apenas mayor de edad, tatuada; mientras bajo a la reja acaricia los libros y mira los remitentes: Libros de La Mujer Rota, por ejemplo, para decir una de las llegadas más habituales. Seguro aquel nombre le dice algo. Quiero que otros nombres le digan cosas: Kultrún, del Aire, que solas estas palabras la lleven a otras geografías.
A través de estos envíos y nombres, es la forma de viajar al sur. (¿No fue así siempre con los libros? Este verano lo comencé con El corazón de las tinieblas llevándome lejos). Nos acercamos como suplemento de la única forma que podemos: con trabajo. Añoro en estas fechas y páginas el aire frío de los bosques, las caminatas y los lagos, la leña, la voz de las amigas y de los amigos. Los lugares, las personas y lecturas que me permitan entender.
Me acerco para decir: aquí estamos, esperando que se detengan en mi ventana vehículos de empresas de envíos o el jeep particular, servicio tercerizado de la mujer. Sola ella, de día, no se puede acercar a la puerta, porque viene sola. Bajo a la reja entonces. Salgo del trance de imaginar este puzle parcial de libros y ciudades.
Otras veces bajo al plan a buscar envíos perdidos como autores en esta delgada franja de tierra. El número de atención es una broma lejana, espero leyendo a Daniel Belmar, mientras unos jugadores de Deportes Concepción (el equipo recuperado de las SADP por sus hinchas) entran al supermercado haciendo una estación en el camino a jugar en Quillota un partido de la Segunda División Profesional contra San Antonio Unido. Pienso en sacarles una foto, pero se la saco a la página:
«En la cabina caldeada por las rachas que escapaban del hogar crepitante, los dos hombres cambiaron rápida mirada. Uno de ellos, un diablo negro, el fogonero, encogió los hombros enfundados en pringoso overol.
—¡Maldita sea! —gruñó—. ¡Ya nos echaron otro perro muerto sobre los rieles!
Se escupió las manos y echó una gran palada en el vientre infernal de la locomotora.»
Los rieles. Al lado de la feria de Temuco, en la vereda, compré El compadre mucho gasto de Julio Barrenechea, dedicado a su primo Lucho un año antes de irse al gigante barrio de los póstumos. Una edición de Nascimento, para recordar siempre ese momento y tener otro libro del autor de Frutos del país. De ahí tomé el tren para hacer el viaje que tantos poetas sureños hicieron a Santiago. Bajé en cada estación, comí en el vagón restaurant pensando en ellos. En la oscuridad es más fácil pensar en los sueños literarios que caben en un tren.
A la página de Belmar, me responden por Instagram lectores contándome historias de Concepción, de bares que son sedes sociales donde para los viejos el autor es un parroquiano más, uno que no partió nunca. Apadrinaban jóvenes diciéndoles que estaban justo entrando a Los túneles morados. Ese es el máximo premio para un escritor, no ser olvidado por los suyos, ser uno más. Pregunto por la reedición hecha allá en el 1999, esperando poder volver al sur y encontrarlo devuelto en las ferias de las calles, cuando ellas quieran recibirnos de nuevo sin pasaporte sanitario.
Justo este dossier sale cuando los Pueblos Abandonados se organizan para cruzar la distancia, también mesas universitarias han reflexionado sobre literaturas zonales (ya no regionales). Justo para cerrar un año pasado que tuvo a Rosabetty Muñoz como una de las principales candidatas al Premio Nacional, editada por las más prestigiosas casas editoriales de poesía. Junto con Verónica Zondek, figuras que en las anteriores páginas quedan implícitas, pero siempre nos han mantenido en estos años mirando hacia el sur. Como lo hacemos hoy.