Un rincón propio para el amor y la creación

La reciente aparición de la correspondencia de Rosa Luxemburgo (1871-1919) nos muestra el reverso y costos de la vida revolucionaria.

Muchxs disfrutamos escarbando en la vida privada de nuestros personajes favoritos. Celebramos cada vez que se publican diarios íntimos, memorias o cartas que nos permiten acceder a episodios ocultos de sus biografías. Y si se trata de cuestiones amorosas, tanto mejor, pues allí reside buena parte de las historias que nos gusta conocer. No solo en la música o en el cine se produce esto. También ciertas figuras políticas despiertan una fascinación parecida y pasan a ser íconos contraculturales que exceden los márgenes, cada vez más angostos, de los partidos tradicionales. Con Rosa Luxemburgo, la revolucionaria polaca asesinada hace cien años por paramilitares ultraderechistas, sucede así. Se aprecia un renovado interés en su obra, pero, sobre todo, en su figura. Por eso la publicación en Chile de una nueva compilación de su correspondencia amorosa es un regalo para quienes quieran conocer pasajes de la intensa vida íntima de esta mujer cuyo legado ha resistido el paso del tiempo.

Las cartas seleccionadas, traducidas y anotadas cuidadosamente por Ángelo Narváez, prologadas por Diamela Eltit y publicadas por Banda Propia Editoras, son una puerta de entrada no solo a los pormenores de sus relaciones amorosas, sino también a dimensiones menos exploradas de su biografía: sus gustos musicales y literarios, su interés en la pintura y la botánica, sus juicios estéticos, su sensibilidad hacia la naturaleza y su exquisito sentido del humor.

Es cierto que la vida personal de una mujer como Rosa Luxemburgo no puede escindirse de la política. No es necesario demostrar sus credenciales revolucionarias. Sin embargo, esta selección privilegia de manera premeditada la exhibición del reverso íntimo de su vida pública con los claroscuros que ella deja ver a sus amantes.

Lejos de una imagen monolítica de revolucionaria inexpugnable, en las cartas se aprecia una mujer tironeada por sus deseos personales y las exigencias de la vida militante que ha elegido. Siente ganas de tener tiempo para sus cosas; quiere alcanzar una «vida tranquila y pacífica», una vida «normal» y constata a cada instante la incompatibilidad entre esos anhelos y su decisión de entregarse por entero a la política. «Cuando me senté a descansar por un momento, tan exhausta que estaba lista para abandonar el trabajo constante por la causa, dejé que mis pensamientos divagaran y tuve la sensación de que no tenía un rincón propio en ninguna parte, y que en ningún lugar existo y vivo por mí misma», le escribe a uno de sus destinatarios. Las cartas abundan en este tipo de confesiones y quejas por el exceso de trabajo y la falta de tiempo; se repiten también las imágenes de un hipotético futuro familiar más reposado. «Sueño por ejemplo con que en nuestros tiempos libres podamos dedicarnos al estudio de la historia del arte, que tanto me atrae últimamente. Eso sería muy agradable, ¿no te parece? Así podríamos leer juntos historia del arte y visitar galerías y óperas después de nuestro trabajo serio».

Los pliegues de su vida interior que estas cartas guardan, exhiben su empeño por crearse ese rincón propio, planeando, por ejemplo, encuentros clandestinos con sus enamorados y permitiéndose cultivar sus gustos personales, no por capricho ni por distinción, sino como quien busca acercarse a aquellas cosas que le hacen bien y que le ayudan a recomponer su espíritu, atravesado, como ella misma describe, por una incesante oscilación entre «la esperanza y el desánimo».

Encuentra refugio en la literatura, la música, la pintura y la botánica. Es una amante de la primavera —por la explosión de colores que produce— y del sol, otro elemento que busca como si estuviera movida por un heliotropismo innato. Cuando se da esos tiempos para ella, siente la tensión entre las actividades que le brindan placer y el desgaste que le provoca su trabajo político. «Oh, Dudu —escribe a otro de sus compañeros sentimentales—, si tuviera dos años solo para pintar, me dedicaría por completo […] Pero esos son sueños locos. No puedo permitirme hacerlo porque ni siquiera un perro necesita mis miserables pinturas, aunque la gente sí necesita los artículos que escribo». La figura del político como artista frustrado es un tópico de la historia de la cultura que Rosa también encarna. Y no es un dato accesorio. La sensibilidad estética podría ser un buen índice de la fineza o rusticidad de las formas de entender la acción política y la cultura. Es impensable imaginar, por ejemplo, que las purgas de artistas e intelectuales que enturbian la historia de los socialismos reales hubieran contado con la complicidad de alguien como ella, que defendió tempranamente —ante los rasgos autoritarios que observó en los comienzos de la Revolución Rusa—, la necesidad de asegurar la libertad de lxs que piensan distinto; la libertad, inalienable de lxs disidentes. Sus criterios estéticos siguen también una línea coherente con ese espíritu libertario. Su juicio sobre Jean-Cristophe de Romain Rolland es indicativo de ello: «el libro —le comenta a un amante que le había recomendado su lectura— me pareció muy valiente y agradable, pero más un panfleto que una novela, no es una verdadera obra de arte. Soy tan implacablemente sensible con estas cosas que para mí incluso el trabajo tendencioso más bellamente escrito no sustituye la simple y divina calidad de la genialidad».

En su economía íntima, sus intereses estéticos operaron como salvavidas. Por ejemplo, ante la enorme decepción que le provoca el que su partido, cediendo al nacionalismo alemán, apoyara la guerra en 1914, escribe: «hoy más que nunca tengo la convicción de que, si el hecho es que las cosas no pueden ir de otra manera, puedo encontrar todavía un encantador consuelo para mis modestas necesidades personales: un buen libro, un paseo por los prados de Südende en el hermoso clima otoñal, como en algún momento caminé contigo, Hannesle, por el rastrojo. ¡Y, por último, hay música también! ¡Ah, la música! ¡Cómo la anhelo, y qué doloroso es que nos la priven». En la cárcel, lee, confecciona herbolarios y hace pequeños jardines en los espacios que encuentra. Cuando sufre rupturas amorosas, se refugia en la música o se abraza a su gata, Mimí. De este modo, los elementos con los que compone su mundo interior le sirven de puntos de apoyo en el frenético vaivén de su vida.

Las cartas seleccionadas terminan en 1917, en los albores del ciclo revolucionario que se extendería desde Rusia a varios países europeos en los años siguientes. En ese torbellino de la historia que determinó el derrotero de todo el siglo XX se zambulló Rosa Luxemburgo, apenas fue liberada de la prisión en la que estaba recluida por su encendida prédica contra la guerra. A los pocos meses, la asesinaron y lanzaron su cuerpo a un canal. Apareció varios meses después.

Leer sus cartas hoy, atravesadxs como estamos por la intensidad de este momento excepcional, no es solo un homenaje a la grandeza de su existencia; es, sobre todo, una buena forma de recordarnos que el cultivo cuidadoso de nuestro rincón propio nos dará la sensibilidad y la fuerza necesarias para persistir en la lucha secular que Rosa, hace cien años, y nosotrxs ahora, estamos dando.

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