Esta vez le pedimos a la mayor maestra de cuentos en Chile y escritora de notables libros en prosa que nos comparta su taller del género breve.
En un breve manifiesto artístico titulado «Explicación falsa de mis cuentos», Felisberto Hernández dice que a veces le da por pensar que en algún rincón de sí mismo nacerá una planta. Y que entonces la empieza a acechar, convencido de que en ese rincón se ha producido algo raro que quizás, sólo quizás, podría tener futuro artístico. «Deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos», explica. Me gusta esa idea: el cuento como una planta con hojas de poesía. El cuento como un amasijo de brío e incertidumbre. La escritora argentina Hebe Uhart, cuyo relato «Guiando la hiedra» podría ser un ejemplo perfecto de esa imagen felisbertiana, sintetiza las palabras del uruguayo y las presenta a su antojo, al hueso: «Un cuento es una plantita que nace», apunta. En ambos se despliega la idea de que es necesario guiar aquella planta, pero permitir que trepe por los muros o se enrosque en sí misma, de acuerdo a sus necesidades: «Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea», escribe Hernández. «Aquí estoy, acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas», escribe Uhart. En ambos también está la condición de ser personas muy atentas a lo que miran. Y lo más importante: personas que en el ejercicio de mirar producen un modo particular de decir.
Me voy por las ramas, ya ven. Algo no demasiado bien visto en quienes postulan que el cuento debe ser una esfera perfecta, una máquina de relojería, donde todo calce y conduzca sin distracciones por la senda aristotélica del planteamiento, el nudo y el desenlace. La semilla, el tallo soberbio que llega a ser árbol, la tala estruendosa. Que todo cierre y se complete y escuchemos el redoble de tambores. Yo no soy de esa escuela. El desenlace, por ejemplo, me importa en la medida en que apunta a decantar una situación o un momento; en que no planta cabos sueltos arbitrariamente. Pero me aburren los finales que dejan al lector encerrado en una única lectura. Tampoco soy demasiado amiga, debo admitir, de las separaciones drásticas de los géneros y disfruto cuando experimento que esa frontera está a punto de quebrarse, que ante cualquier suspiro puede venirse abajo o cambiar de rumbo. El cuento, aunque parezca un género más anclado en su especificidad, para mí no lo es. Desde su origen mismo surge como un hermano menor de la novela que, sin embargo, puede estar mucho más cerca de la poesía en términos de su concentración expresiva.
Pero si tengo que forzar las distinciones, me atrevería a decir que en el cuento lo silenciado, aquello que corre por debajo mientras ocurre lo que vemos en la superficie, lo que se omite mientras se cuenta, cobra una relevancia particular. «En un cuento es mucho mejor quedarse corto que decir demasiado», decía Chejov. Por sobre la continuidad argumental de principio a fin, lo que el escritor ruso destacaba era una estructura más cercana a la espontaneidad de los actos cotidianos. «Que todo sea en escena igual de complejo e igual de sencillo que en la vida. La gente está almorzando —almorzando nada más— y, entre tanto, cuaja su felicidad o se desmorona su vida», apuntaba. Esa escena imaginaria es para mí un norte. Grafica la idea de la fisura y permite poner el foco en la aparente insignificancia de lo ordinario. No por nada Ricardo Piglia toma una anécdota de Chejov justamente como ancla para su «Tesis sobre el cuento». Dice Piglia que el autor de «La dama y el perrito» habría dejado registrada la sinopsis de un cuento que nunca desarrolló. Dieciséis palabras: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida». Sobre la paradoja de ganar y suicidarse, observa Piglia, se sostiene la forma clásica del cuento. Y de ahí su primera tesis: «Un cuento cuenta siempre dos historias». Uhart tiene una traducción gráfica para la paradoja de Piglia: «Todo cuento tiene un pero», dice. O sea, un hombre gana un millón pero se suicida. Otra vez al hueso, Uhart. Se cita mucho la tesis de Piglia con sus variantes que incorpora en el mismo texto: «Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario». O «La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión». Pero la que más me gusta es esta: «(el cuento) reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. ‘La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no es una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato’, decía Rimbaud».
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Si esto fuera un relato aristotélico, debo admitir ahora mismo que estoy en medio del conflicto. Y que el desenlace deberá ser involuntariamente abrupto. Si este fuera uno de esos relatos, sería un fracaso en términos argumentales: he escrito casi cinco mil caracteres y recién descubro que debía haber escrito acerca de cómo escribo un cuento y no de cómo funcionan aquellos que admiro. Ya ven, la desazón me lleva a repetir tres veces la palabra «escrito» o «escribo» en dos líneas. Pero reviso los párrafos de más arriba y me doy cuenta, y respiro aliviada, de que una cosa no está alejada de la otra. Es en el corazón mismo de lo inmediato donde intento poner las antenas todo el tiempo. Escribo recolectando palabras, frases, trocitos de lectura. Los relatos suelen surgir de una imagen. A veces esas imágenes vienen de una conversación interrumpida, de una escena vista en la calle, de una canción pegajosa, de un sueño que se desdibuja al tratar de recordarlo, de un recuerdo antiguo o de una lectura que ha quedado haciendo eco en alguna parte. Al sacarle las capas a esa imagen va apareciendo un mundo posible, que en vez de cerrarse va expandiéndose elípticamente y que es y no es el original. Y lo que viene a continuación es un péndulo entre la invención y ese impulso primario. La imaginación y la construcción ficticia todo el tiempo, en disputa y en diálogo. Dejar que la planta asome, pero intentar guiarla. Escribo cuentos como dijo alguna vez Andrea Palet que lo hacía: poniendo atención a las mierditas del día a día. Escribo con la mirada atenta a lo que sale del foco, a la minucia, al detalle, a los residuos, a las erratas. Amo las erratas, las palabras malcriadas. A veces me pillo intentando desplazar el marco de lo relevante. Otras veces descubro cierta disposición a que la realidad sea intervenida por la extrañeza. Escribo sabiendo que la historia es importante, sí. Pero sólo en la medida en que permite concentrar la visión de un mundo que va mucho más allá de la simple anécdota. El foco al escribir para mí está en el tono, en la voz, en el lugar desde el que se cuenta, en la focalización de la mirada, en la atmósfera, en cada una de las palabras traídas, en la materia de la que están hechos los personajes, en la paradoja que los mueve, en la forma en que se expresan, en la pátina de sus silencios. Y en el ritmo, en la cadencia de lo escrito. Escribo cuentos deseando que esa planta que nace pueda tener quizás algo, un tallo, una hojita que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos.