VÍCTOR CALZADILLA: fotos de la ciudad de arriba

Durante una década, trabajé mirando la calle desde el Mercado El Cardonal. Veía interacciones marihuaneras, amenazas sin sentido, microtráfico; acciones abruptas. Entre ellas un hombre que se iba a volar, que un día caminó directo a comprar limones. Tras varias compras me contó que era fotógrafo, y que fuera de un supermercado los vendía en mallitas junto a trozos de zapallo.

Llevó un par de fotografías impresas y me di cuenta que era de verdad un fotógrafo. Al lado de sus fotos, las de otros que hacen excursión por Valparaíso cerro arriba son imágenes de turistas. Este juicio no tenía nada que ver con la calidad de la fotografía misma, sino con la geografía alcanzada. Era una altura que diluía la ciudad, tan arriba que es campo otra vez. Donde tenían sentido las prácticas de la migración chilena que llenó los cerros del puerto desde finales del siglo XIX.  

Algo de eso había visto en las carreras a la chilena en el cerro Rodelillo. Subí una serie de domingos cagado de miedo, porque se veían zombis en las esquinas; era lo que esperaba, lo que las noticias mostraban del lugar. Pero al final, ya en zona plana, era otra cosa; decenas de hombres vestidos de huasos apostaban a sus animales favoritos. Había códigos; corría el billete solo si los animales se medían de forma justa, el partidor es quien decide cuál puede competir. En los corrales cercanos el estigma con el hábito se mixturaban: uno de los dueños de animales me contó que a veces los volados sacaban a uno para dar una vuelta. Alguna vez tuvo que moler a palos a alguien que lo hizo con uno de los suyos.

Según el relato de Víctor Calzadilla, había trabajado en varias revistas chilenas en los años ochenta, también con Andrés Pérez en los noventa. La entrada al siglo XXI parecía un borrón comparativamente, una foto velada. Obligado a especular, pensaba en cuánto daño pudo hacer a los fotógrafos la figura de Sergio Larraín, su épica tanta veces contada del retiro. Hay sólo una reina, y no todos podemos serlos. Menos en Valpo, viviendo en una toma. Cada tanto iba a mi casa a guardar fotografías en mi computador, porque arriba no había luz.

Siempre lo acompañaban en esas visitas pequeños archivos, fotos donde salía hermoso y joven junto a Andrés Pérez. Alguna vez lo vi brillar así, cuando montaron La negra Ester en el Municipal de acá. Era esa fotografía de hace más de veinte años en movimiento.

Montó una exposición que imitaba los modos del lugar que nos permitió conocernos. Se mostraron sus imágenes fuera del Parque Cultural de Valparaíso cubiertas por mallas que recordaban la de los camiones con fruta y verdura.

Para cerrar ese proceso hizo una publicación, siempre con dignidad autónoma. Su libro, Al margen (2017), compila «una trilogía social de oficios», como explica el subtítulo. La primera serie de ella es la de los hornos a carbón al final de los cerros. Pies de foto de su mano recuperan testimonios, frases notables que debe haber llevado en su memoria, en el oído.

No hay romanticismo en sus imágenes. Un hombre trabajando allá arriba anda con su camiseta de Alexis Sánchez. En los hornos hay cuevas y un proceso que toma días. Los rostros, de cerca, parecen los de los mineros de Potosí. El proceso es cubierto en su totalidad, como ocurre en esa subcolección de Quimantú Así trabajo yo, en la serie Nosotros los chilenos, probablemente el más hermoso intento del Estado de formar identidad a partir de la labor.

Así, después en la bajada del carbón aparece Montedónico, otro lugar estigmatizado. Alguna vez le pregunté a Víctor Calzadilla si no temía perder su cámara. Me explicó que había horas para fotografiar: temprano, antes de que salieran los zombis. Él, en cambio, halla belleza; las margaritas que anuncian la primavera allá arriba.

La ciudad parece un lugar lejano, ideal. Como en esos cuadros de 1900 que recién comienzan a visibilizar ese contraste, esa tensión entre arriba y abajo, que guarda un museo como el Baburizza, en su entorno gentrificado.

Es un asunto porteño, más allá de las fotografías. En la literatura, los cerros comienzan a aparecer de forma importante ciento treinta años después del diario de Mary Graham de 1822, fundante de las letras de Valparaíso. Teresa Hamel hace Polanco moverse en El contramaestre (1951), Gonzalo Drago siempre mira hacia abajo en Purgatorio (1951). Otros que se encargan en adelante crudamente de esa vida de precariedad habitacional e incendios, como Armando Méndez Carrasco en Mundo herido (1955), sin llorar, hallando el vitalismo que marcará su obra:

_

El cerro me ofreció una concepción infinita del porqué de mis pasos terrenales. El plan, en cierto modo, se mostraba como sensación de hondura, de ahogo, de casas oscuras, de calles plagadas de gente, de carruajes, de animales embrutecidos por el sudor, de desorden civilizado. El plan, en su acepción pura — y de esto estaba lejano—, me habría formado egoísta, medido, casi pulcro. El cerro era libertad espiritual y fuerza física. Más, todo Valparaíso satisfacía mis locuras. Si no hubiera podido coordinar el cerro y el plan, mi vida caminaría por rutas relucientes. 

_

Las imágenes de Calzadilla parecen tener que ver también el espíritu cotidiano de los cuentos de Franklin Quevedo. Los animales que andaban en el plan de Valparaíso siguen cerro arriba. Todo sube y vuelve a subir en el puerto, que va hallando sus zonas planas para llevar a cabo sus carreras a la chilena. El fotógrafo las registra en una subunidad siguiente que recuerda el camino del Papa Juan Pablo II en su visita.

Los animales aparecen también en el segundo capítulo del libro, dedicado a mercado El Cardonal. Calzadilla lo retrata desde la madrugada, donde hay animales y los cuerpos de los hombres bajan sacos de papas.

Sobre los camiones con acoplado, los pulsetas se quedan tranquilos para ser captados. Calzadilla no les pide nada artificial; si esa es su manera de reaccionar así es; pasa lo mismo cerro arriba, donde cualquiera es registrado si lo quiere, sin tener que fingir un gesto. Varias veces lo vi regalar esas imágenes.

Hace más de una década una fotógrafa colombiana llegó a El Cardonal. Con la venía de la administración les sacó fotos a distintos trabajadores que después se quejaban conmigo. Decían sentirse como si estuvieran detenidos con las poses que les pedía.

Con el tiempo el set de fotos que obtuvo se expuso en Nueva York, lejos de los espacios de circulación de las fotos de Calzadilla, sin plan antropológico, y, por ende, fuera del éxito. Otras veces expuso donde mismo trabaja: fuera del supermercado donde vende y en paraderos. Él elije: mejor ahí que en una institución educativa que no le pagará lo que corresponde, para la cual los artistas son una especie de mendigos.

La última unidad del libro corresponde a la vida de una panadería en el cerro Barón, que tiene tradición en el rubro. Es otro estadio de la ciudad, uno de mediana altura. Capta desde la leña que llega hasta la tienda abierta. El mismo pan da hambre, por supuesto, aquel «alimento agónico del obrero» en palabras de Alfonso Alcalde, quien editaba aquella colección de Quimantú del trabajo. Que en blanco y negro, como estas imágenes, captaban los colores de la vida.

¶¶