El primer libro de Fernanda Meza (Santiago, 1988), la cueva (Santiago: Anagénesis, 2021), presenta desde ya una autora con voz propia y presta a desafíos profundos. Se trata de una «poesía sin pureza», que emprende una decidida búsqueda existencial, mas no en una forma abstracta o filosófica. De espaldas a la especulación sobre el Ser, Meza encara la existencia física, problematizando lo «natural» y convirtiendo este último en su opuesto siniestro a costa de fijar la representación hacia el funcionamiento mismo del proceso biológico.
La naturaleza acá se revela desde una pulsión interior, física, como hambre, carne, podredumbre:
el paso del tiempo y la acción externa sobre el cuerpo se ofrece como el fundamento de la emoción y la mirada hacia el mundo.
La presencia de la vida orgánica se da vista como desde afuera, desde la extrañeza de sus formas fragmentadas y defectuosas:
la carne como material defectuoso
alas traslucen sobre la ventana
(…)
el baño y la cocina se cubren de hongos
pequeños residuos de vida unicelular
la piel se ve corroída por seres
(…)
el agujero nos quedó estrecho
¿será que esta no era nuestra casa?
(«territorio», p. 10)
la cueva
Fernanda Meza
Anagénesis
27 páginas
Estas presencias no domésticas en lo doméstico (reflejando bien el concepto de unheimlich), convierten la casa en un espacio forzado y jamás propio, un lugar de incómodo refugio, que sabe aludir al título. Se ha llegado allí a través de una formación traumática, la que se refleja bien los versos «la niñez/ el territorio/ en contraste con el cemento», poema «casa», p. 6, y que logra analogarse sin problemas a una intemperie, carente y marcada por el abandono:
desde el inicio
cerros y quebradas
creímos estar limpias
por defecto
fuera de la carnicería
muertas de frío
acurrucadas
tiritamos
esperamos
ser premiadas
por el hambre
(poema «cavidad», p. 12)
De lo que hablamos no es de una historia o un proceso, sino de una experiencia que se presenta, a través del conjunto de los poemas, como un estado de la existencia. Este se enlaza con la conciencia de la desnaturalización que impone la sociedad ilustrada, la edad de la razón. El hablante se define desde ese abismo entre el concepto y el sentir («ser una monstrua producida por la razón», poema «humedad», p. 11), y se hace inevitable un deseo de liberación radical:
nunca entiendo nada
quizá mañana me enrosque de plantas
la enredadera encontrará la forma
decir que no a la palabra
alejarse de la lengua
(poema «coraza», p. 8)
Esa vegetalidad de las plantas entrega un índice distinto de lo animal, que se ve desde ya contaminado por ese abismo en la percepción racional. En la construcción de imagen, Meza entrega esta perspectiva al concentrarse, por ejemplo, en los pliegues internos de la carne, la mucosa de la caracola y las formas externas del escorpión como expresiones de extrañeza, que fluctúan entre la celebración y lo siniestro. No puede ser de otro modo, desde el instante en que el signo del tiempo es la degradación y la inminencia del final. La situación desde donde se escribe parece entregarse en el poema siguiente:
el corazón me lo componen
un resumen de colas y orejas de perro
(…)
al fondo el océano brama
el eterno esfuerzo de las olas
como ladridos entre basureros
(«litoral» p. 13)
El signo de lo eterno, puesto analógicamente entre el espacio de lo desechable (los basureros), presentan el abismo entre conciencia y sentir proyectado en el espacio de la catástrofe natural, en que la vida es degradada a ser carne consumible («el olor a parrilla dorando la carne/ mientras se extiende el genocidio», poema «extinción», p. 16).
Meza propone al fin como opción ética la reconciliación singular de la conciencia (su final) con la naturaleza, sin el esplendor de una utopía naturalista, y no es casualidad que lo que parece tematizar el poema «historia» desde su título ya no sea solo una biografía personal: «mientras me seco esperando ser parte/ de lo que observo/ lejana de la ciudad-selva/ que niega el cuerpo», p. 18.
El saber tocar toda una crisis civilizatoria (en que la relación entre la humanidad y la naturaleza se nos ha presentado en un primer plano) desde una dimensión sensible y personal, solo se puede dar a través de una poética consciente de su deber de creación de imagen –y no de la repetición de patrones o la inclusión de palabras-fetiche. Es el único modo en que lo individual y lo universal se puede abrir paso hacia la conciencia del lector; y Fernanda Meza muestra tener plena conciencia de esto.