ZSIGMOND REMENYIK (1900-1962) Tildes como cenizas sobrevolando una ciudad incendiada

Toda verdad tiene dos relatos. Durante el siglo XIX Valparaíso alcanzó su peak comercial. Autores como Domingo Faustino Sarmiento y Rubén Darío llegaron a este puerto porque era el lugar donde podían dar un salto de calidad. Quizá la persona más importante de la primera década del siglo XX fue Emilio Dubois, que desde el final del Cementerio 3 de Playa Ancha concede milagros a los porteños. Cuando llegó tras una saga delictual esporádica en distintas geografías, fue atrapado en la estrechez pudiente. Podría haber huido antes, pero sabía que más abajo no había nada.

Al tiempo que había verdaderos aristócratas, la gente moría apestada de a miles. Entre 1860 y 1920 enfermedades que hoy nos parecen menores fueron una herramienta genocida, porque no cabían todos en estas calles, que incluso en dos censos de la república tuvieron dos veces mayor densidad de población que las de Santiago.

Al cierre de esa época, cuando nadie se daba cuenta que venía la decadencia, llegó un artista húngaro, Zsigmond Remenyik, que renunció a la vida burguesa y derivó hasta llegar al puerto. No digo escritor, no puedo reducir solo a la escritura la disposición visual de sus líneas verticales; en algunas de ellas queda clara su información vanguardista en los nombres que menciona, como Kandinsky y Marinetti. Era algo más, era un artista porque entendía absolutamente la retroalimentación de las artes gráficas con la literatura. Así entiendo que su editor actual Chano Libos, cuando publicó antes Las tres tragedias del lamparero alucinado (Caxicondor, 2016), pegó afiches en las paredes, que gracias al engrudo todavía pueden hallarse ajados, casi integrándose e los edificios descascarados, descoloridos. Bajo esas cáscaras está la vida y la muerte del pasado. Es la metáfora perfecta para una obra extraña, delirante pero real, sensible a su entorno. Los conventillos se mueven en sus páginas, como efectivamente lo hicieron para convertirse en morideros.

La zona de angustia que vive a pocos metros sobre la tierra en la Buenos Aires de Los siete locos de Roberto Arlt está igualmente cerca de la tierra en Valparaíso, bajo la lupa de Remenyk en Los juicios del dios Agrélla! (Caxicondor, 2019), mostrándonos siempre la desesperación de forma implacable. Al argentino lo criticaron muchísimo por no escribir bien, y escribir bien o solo bien es la pesadilla de la literatura, Remenyk pelea harto más con la gramática y arroja tildes encima de muchas palabras a las que no les corresponden. Quizá eso haya impedido que se conservaran los libros porteños, que hasta Perú siguió en la ruta del húngaro Chano Libos. Este libro, con su código de barras ausente, me recuerda la fuerza de Be-uve-dráis, que era otra editorial que reía de las erratas sin ánimo alguno de cultivarlas. Si la escritura pulcra es el enemigo, también lo es la edición robótica. Porque cuando triunfen los robots, no va a haber literatura.

Alguna vez leí el vínculo de Los siete locos con la obra de Macedonio Fernández y el ecuatoriano Pablo Palacio, agregaría a Juan Emar y veo entonces claro a Remenyik como otra posibilidad de escritura anárquica, que no se pregunta ni por mayúsculas ni géneros literarios ni perfección ortográfica. Otra inscripción es para la literatura local. Casi a cien años de la experiencia porteña del húngaro que escribía en español, un perdido en su propia traducción, Los juicios del Dios Agrella! es una réplica del terremoto que siempre estuvimos esperando. Leemos la tradición rara y esporádica de Valparaíso de otro modo: Arturo Alcayaga, Sergio Escobar y Felipe Aichele encontrando a un padre desconocido que explica la semilla del delirio territorial.

Decir novela a Los juicios del dios Agrélla! es cumplir una convención, entregar un molde comunicable, un producto. Esto es escritura. Eso arma otra filiación, en vez de ser una deriva geográfica de las derivas europeas es un experimental en nuestro idioma, en un momento que ciertas intensidades podían quebrar el lenguaje que hoy es un remedo militarizado.

             Para la paz del editor y sus búsquedas, esta novela no vio la luz antes en Sudamérica, sino que es escrita tras la vuelta a Europa de Remenyik. Libos escribe en la contratapa «Los juicios del dios Agrélla! es la destilación final de la aventura latinoamericana del lamparero, y su alucinación más grandiosa».

Los extraños diálogos, apariciones y recuerdos de/en un bar son el punto de partida de la novela. La noche se revela en toda su capacidad de misterio, el bar parece hundirse con la ciudad, todas las lenguas están muertas en él y confluyen en un personaje protagónico que hoy nos parece casi natural en Valparaíso, el poeta loco, pobre y barsa, carne de morgue:

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Agrella, que es un poéta i anarchista, se rie siempre i anda muy mál afeitado! en ciertos cásos le ayudo con poco dinero, si en lás cocineriás ya no tiene crédito! anda hambrientío, i tiene frio siempre! su vestido es completamente rotoso, i se acostumbra lávar su camisa en el már! I ella se reia mudamente, con dos lágrimas en sus ojos, perdidos en su cára descolorida i flaca!

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Quien habla es una mujer de la noche, figura constante en la literatura de nuestra ciudad, tratada por Remenyk de forma meritoria, ya que habla y no es solo objeto de deseo o de uso como en muchos narradores sociales. Es más, cuando Agrella delira y enferma por su desaparición apropia las formas de expresión de ella: «soy confusa / soy confuso». Y todo es confuso, es parte de la oscuridad de este puerto, que diluye el tiempo, como si estuviéramos en un buque o un piso castigado por los terremotos.

También es parte de la atribución del infinito amor homoerótico entre colegas. Habla Remenyk cuando habla Agrella, hablan ambos siendo uno para siempre. Es más, uno podía homologar la relación de los protagonistas reales de Los detectives salvajes a esta, novela en que Roberto Bolaño hace vivir para siempre a Ulises Lima/Mario Santiago apropiándose su historia y discurso. La segunda parte de Los juicios del Dios Agrella! se vuelve un monólogo de las aventuras, de la convocación de recuerdos hechos por Agrella, cuando desde Valparaíso podía verse el mundo con la obra manuscrita en el bolsillo.

Paradójicamente, Agrella fue en la realidad el primer editor en español de Remenyik, a su vez un poeta periférico en nuestra tradición. Caxicondor abrió su catálogo con un libro de Otto Gross, y el paratexto que realizaba era de una similar calidad que el mismo texto traducido. También en este libro, que nos permite a acercarse a la intensidad y vanguardia de una generación olvidada con su sustancia gráfica, grabados y otras imágenes, envuelta por una estética negra como la noche de los bares de la muerte.

Entiendo la obsesión de Chano, compartimos taller en Valparaíso y mientras veo distintas pantallas con diseño él elige lo anacrónico que es pintar a mano el negro de un afiche original para difundir Los juicios del dios Agrella! En el colofón agradece a sus amigos y efectivamente todos somos colegas en el taller Cerro. Escribe: «Cooperativismó contra mercantilismó». Si Remenyik noveló a su primer editor, me pregunto, ¿quién escribirá la novela de los editores alucinados?

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