Caraqueñas: Crónicas desde Venezuela

Una de nuestras escritoras viajó a la capital venezolana y nos entrega estos aguafuertes de la vida del libro en un país en crisis.

En Caracas el metro no se paga. Fue casi lo primero que aprendí de la ciudad. Google Maps no reconoce el transporte público de la capital venezolana y cuando pides las indicaciones para llegar de un lugar a otro clicleando el ícono del tren, aparece, sin excepción y a pesar de que no es cierto, el siguiente mensaje: «transporte público no disponible». El administrador del airb&b donde me estaba alojando también intentó hacerme desistir de moverme en metro aduciendo que era una desgracia, que funcionaba pésimo y confesándome que él no lo utilizaba hacía más de una década. Me estaba quedando en Los Palos Grandes, un barrio de clase alta y centro de operaciones de la derecha golpista. Sin ir más lejos, la estación que me quedaba a dos cuadras, estaba ubicada en la plaza Altamira, la misma que en el 2002 había sido tomada por unos militares rebeldes que la declararon «territorio liberado» y la misma donde se reunieron Juan Guaidó y Leopoldo López luego de que el primero se autoproclamara presidente encargado de Venezuela.

En los torniquetes le pregunto a un funcionario vestido con ropa de safari —camisa y pantalón café claro y sombrero de explorador— qué tenía que hacer para pagar. Me indicó con el brazo y el índice estirados la pared que teníamos detrás y me dijo, mientras recorría con la mano el camino entre la pared y los torniquetes: «Usted va para allá y después echa carrera, salta, y ya está». Le agradecí con una sonrisa y no volví a intentar pagar un pasaje. Nadie lo hace. No es que la revolución bolivariana haya implementado una política de transporte público gratuito y de calidad. Lo que sucede es más bien lo contrario. El deterioro del servicio es tan grande, que no hay quien está dispuesto a pagar. No es raro que un tren tarde más de veinte minutos en pasar o que durante el día varias estaciones deban cerrar por problemas técnicos o cortes de energía eléctrica. En esas circunstancias, la evasión sirve como una suerte de empate.

En el metro creo ver sólo gente pobre. No mísera, no mendigos, pero sí gente que parece pobre. Salvo excepciones, todos están vestidos como damnificados de alguna catástrofe, con ropas donadas y de tallas no siempre adecuadas a los cuerpos. En las horas punta, si bien los vagones pasan llenos, no lucen atestados al nivel de una capital en funcionamiento pre-pandemia. De todos modos, es imposible mantener algo de distancia preventiva y recibo con espanto y estoicismo las toses y respiraciones de mis compañeros de viaje. A veces intento estirar el cuello y respirar sobre sus cabezas. Cerca de la mitad de los pasajeros usa su mascarilla de manera correcta, tapando nariz y boca. El resto varía entre quienes se cubren solo la boca dejando la nariz al aire, los que la usan en el cuello y los que ni siquiera tienen una a la vista. Predominan las KN95. Me sorprendo, porque, al menos en Chile, esas no son las más baratas.

Abundan, como en todos los metros latinoamericanos, los vendedores ambulantes. Adultos y niños. Para vender sus productos, en su mayoría golosinas baratas, en vez de dirigirse, como se hace acá, a la dama al caballero, usan frases que apelan a la ciudad o a la familia: «Anímate, Caracas. Chupetines a mil», «Caracas, Caracas, por un bolivítar», «Atenta, familia…». También en el metro se encuentra el mejor cambio: cinco, cinco mil o cinco millones de bolívares por un dólar, dependiendo de si el cambiador ha interiorizado los últimos decretos del gobierno que quitan y quitan ceros en medio de una inflación de proporciones incomprensibles. Un ejemplo: pagué dos millones y medio de bolívares por un pasaje de micro. Las micros sí cobran.

En uno de mis viajes veo un hombre que lee. Es el único lector de un libro impreso que encuentro durante mi semana de recorridos en la línea 1. Ese día el metro va lleno y él va sentado con la mirada fija en las páginas cafés de un ejemplar que se nota viejo. La tapa alcanzo a verla sólo cuando lo cierra para guardarlo en una mochila que también es vieja, como su polerón, sus pantalones, sus zapatillas y su jockey. El libro se titula Vida mística de Jesús. Al regresar al departamento lo googleo y recabo la siguiente información: fue escrito por un Dr. H. Spencer Lewis y fue publicado por primera vez en 1929 en inglés. La edición que tenía el hombre del metro correspondía a una realizada por la secta de los Rosacruz y había sido impresa en California en los años sesenta. Su valor en las páginas de venta de libros usados roza los cincuenta dólares. El sueldo de un profesor promedia los siete dólares al mes. El hombre del metro tiene una joya.

 

Hipótesis sobre un libro robado

TT se junta conmigo a conversar. Yo lo contacté porque la fundación que me llevó a Caracas me recomendó reunirme con él. TT, por su parte, tiene contacto con la misma fundación y le pidieron que se juntara conmigo, así que ahí estamos, sentados en El Gran Café de Caracas en una céntrica esquina del Bulevar Sábana Grande. Ninguno de los dos sabe muy bien de qué hablar. Tanto el Bulevar como el Café son glorias del pasado. Este último fue un negocio de Charles Lucky Luciano, capo de la mafia ítalo-americana que vivió e invirtió en la Caracas de los años cincuenta. En la actualidad, hasta el café que sirven es malo. TT fue el primero en quejarse y comenzó nuestra conversación contándome la historia del mafioso. TT, hay que decirlo, tiene una debilidad por los mafiosos, los traficantes, los buscadores de oro y las putas. Lo supe la noche anterior a nuestro encuentro, revisando su currículum, viendo videos de YouTube en los que aparecía hablando de algo y leyendo un recomendable artículo suyo sobre las transformaciones en la sociabilidad de las bandas delictuales caraqueñas, cuya hipótesis principal es que se han convertido en grandes empresas regidas por lógicas neoliberales ajenas a la cultura hampona tradicional.

Después de la historia del mafioso, me contó que su madre era chilena y que por eso había pasado muchas vacaciones en Santiago en los años ochenta. Me contó también que en una de sus venidas a Chile se robó un libro de la biblioteca de Jaques Chonchol —ministro de Agricultura de Allende— y que ese libro robado, cuyo título no pudo recordar, había sido un hito en su formación militante. «Por eso, ahora soy así». Con «así» tal vez se refiera al hecho de que se ha pasado la vida metido entre putas, pandilleros y buscadores de oro.

Escribiendo esta nota he tenido ganas de mandarle un WhatsApp para preguntarle si se acordó del libro.

Me aguanto.

 

Librerías y criptomonedas del sur

La Fundación Librerías del Sur es una red de librerías estatales desplegadas a lo largo de todo el país. En Caracas hay cuatro y yo visité la que queda en uno de los subterráneos del teatro Teresa Carreño, complejo cultural que no podría describir, pero sí resumir en pocas palabras: monumental, brutalista, petrolero. En la librería me voy directo a la sección Biblioteca Ayacucho. Todavía tienen ejemplares antiguos, gordos y hermosos. No sé por qué, no compro ninguno. Cuento seis editoriales nacionales que dependen del Estado, como El perro y la Rana, Monte Ávila y la misma Biblioteca Ayacucho. Encuentro una que parece independiente. Trinchera. Entre las editoriales, predominan el Fondo de Cultura Económica que tiene una estrecha relación de colaboración con el gobierno, CLACSO y unos libros Chinos. El catálogo está cargado a las ciencias sociales, a la politología, y al análisis o defensa de la revolución bolivariana. Poca literatura.

Librerías del Sur ofrece despachos a domicilio y pagos mediante transferencia bancaria o criptomonedas. Hay tres wallets habilitadas: Bitcoin, Litecoin, Dash y Glufco. El incremento en el uso de criptomonedas para ahorros y pagos, así como el desarrollo de la minería de bitcoins, es un capítulo aparte. Venezuela ocupa el primer lugar de América Latina en minería de criptoactivos. Maduro mandó a crear una criptomoneda venezolana, el Petro. Las Librerías del Sur no reciben Petro como medio de pago.

 

En el metro creo ver sólo gente pobre. No mísera, no mendigos, pero sí gente que parece pobre. Salvo excepciones, todos están vestidos como damnificados de alguna catástrofe, con ropas donadas y de tallas no siempre adecuadas a los cuerpos.

 

Una biblioteca de pioneros

Cuando me dicen que debo ir al Campamento de pioneros Kaika Shi, me imagino que es una aldea infantil. Mi imagen de los pioneros proviene de los países comunistas y creo estar en una variante de aquellos, pero en Venezuela le dicen campamento de pioneros a las tomas y a las urbanizaciones que se levantan en suelos recuperados. La Kaika Shi, en particular, es un conjunto habitacional construido en terreno perteneciente a una de las mayores fortunas venezolanas: la empresa Polar. Está ubicado en la parroquia de La Vega, a los pies del cerro. En Caracas, los pobres viven en los cerros y a mayor altura, mayor pobreza, como en Valparaíso.

El campamento tiene una sede social. Una sala amplia para reuniones y eventos comunitarios que tiene un aire a capilla de población. Al fondo una mesa y sillas dispuestas mirando la mesa; en una pared, el rostro del Che Guevara hecho con pintura negra y una frase del guerrillero alabando las virtudes del trabajo voluntario. En otra pared, dos repisas con libros y otro rostro pintado, esta vez de un líder local. En una viga del techo, la cita de San Pablo: «Todo lo puedo en Jesús». Un par de días después de mi visita me entero de que la principal dirigenta de la comunidad es una ex monja, que dejó los hábitos pero no la fe.

Estoy ahí para conocer el «Plan Pueblo a Pueblo», una iniciativa autogestionada que conecta cooperativas campesinas del interior del país con escuelas de Caracas. Los campesinos proveen de comida a noventa mil niños de la capital mientras el Estado prefiere comprarle alimentos a los grandes conglomerados. La reunión es para evaluar y proyectar el trabajo. Hay unas treinta personas, en su mayoría mujeres. Al comienzo del encuentro cada una debe presentarse. Un hombre con una cámara profesional filma de cerca a cada persona que habla. Me pregunto si estarán grabando un documental. Entre las presentes hay cocineras de los comedores, coordinadoras del plan, esposas de pobladores de barrios populares que cayeron presos porque en las redadas que el gobierno ha ordenado realizar la policía agarra y encana a cualquiera. Me inquieta cómo me voy a presentar, yo que estoy ahí solo para mirar y escuchar. Salvo la situación con pocas palabras: Pierina, de Chile. Cuando hablo la gente pone cara de sorpresa, pero moderada.

Al finalizar la reunión, casi nadie se me acerca, salvo algunas activistas que no son pobladoras. Aprovechando que soy invisible, me asomo a la pequeña biblioteca y husmeo entre los títulos. Me da la impresión de que, aparte de los libros dedicados al comandante y a la revolución, el resto es tan aleatorio y donado como la ropa de los pasajeros del metro. Acá algunos que retuve: Una obra maravillosa y un prodigio de Charles Richards; China la lucha no ha cesado (no anoté autor); Hugo Chávez sin uniforme de Cristina Marcano y Alberto Barrera; Fundamentos del entrenamiento deportivo de un tal Matveev; Frases y pensamientos de Hugo Chávez Tercera Edición; El rococó y su época de A. Schönberger – H. Soehner; El efecto Mozart de Don Campbell; Creaciones con cajas y otros envases (no anoté autor); Hugo Chávez y la resurrección de un pueblo de Germán Sánchez Otero; Eva Perón. La biografía de Alicia Djovne Ortíz; y Dermatología. Atlas, diagnóstico y tratamiento.

 

Café-Librería-Bar-Ballena

En su cuenta de Twitter, el local se presenta como «Café-Librería-Bar donde la buena literatura se mezcla con los placeres del paladar». Se llama «El techo de la ballena» en homenaje al colectivo vanguardista que animó la escena literaria caraqueña en los años sesenta del siglo pasado, que tomó el nombre de la clásica historia de Jonás y de otros episodios mitológicos donde, para bien o para mal, hubo ballenas involucradas. El café se ubica en el casco histórico de la ciudad, cerca de edificios coloniales hoy convertidos en instituciones de la república bolivariana, mezclados con moles de concreto y hormigón. Antes de entrar, un libro de la vitrina me sorprende: Bolívar y Spinoza. No se me habría ocurrido. En el interior, lo primero que destaca es el techo, del que sobresalen unas formas de madera que parecen olas o ballenas partidas por la mitad. El lugar es alargado. En una pared, estantes con libros. En la otra, un largo sillón de cuerina y cuatro mesas que demarcan simbólicamente espacios separados para distintos grupos, parejas o personas solas. Antes de sentarme, pregunto por alguna edición de Doña Bárbara, por libros infantiles de la editorial Ekaré, por algo de la poeta Yanuva León y por Belleza y revolución de Ludovico Silva. Sólo tienen el último. Me lo llevo a la mesa. Pregunto entonces por las alternativas gastronómicas. Sólo tienen pizza. Opto por cerveza. Me pongo a hojear a Silva. No lo conocía y si no fuera por la amiga que me encargó el libro no lo hubiera conocido. Me gustaría googlearlo pero no hay, o no me prestan, wifi. Intento entusiasmarme con la interpretación silviana de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx, pero uno de los garzones-libreros tiene su WhatsApp conectado al computador con el que pone música y a cada rato se escuchan por el parlante las alertas de los mensajes que le llegan. Hay wifi. No logro terminar una página. El local se empieza a llenar.

A la tercera cerveza, allá son de 220 cc., viendo que oscurece y que esa parte de la ciudad no es recomendable de noche para una mujer sola y extranjera, me dispongo a hacer la compra de libros. Trabajan con tres editoriales: Fundarte (Fundación para la Cultura y las Artes) que depende de la Alcaldía de Caracas; Azul, cuyo origen no logré identificar; y Acirema, vinculada al poeta Freddy Ñañez, actual ministro del Poder Popular para la Comunicación e Información y presidente de Venezolana Televisión; exministro del Poder Popular para la Cultura y expresidente de Fundarte. El nombre de la editorial es un guiño al libro Crónicas de Acirema del poeta Antonio Mora, publicado en 1980 y reeditado en 2008 por Nadie Nos Edita Editores, fundada en el 2000 por el mismo Ñañez. Tomando unas cervezas un par de días después, unos amigos bromeaban con los «poetas ministeriales», no sé si se referían a poetas como Ñañez, pero currículum ministerial no le falta.    

Después de revisar las repisas, y a pesar de que ya no tengo ganas de leer filosofía marxista, compro todos los libros que quedan de Ludovico Silva. Además, me llevo uno de Ñañez, Virajes (Acirema, 2017). Quiero el de Mora, pero no lo tienen. Compro en total seis títulos. Para escribir esta crónica le pedí a una amiga que pasara por el boliche a preguntar cuántos ejemplares venden al mes. Le contestaron que entre cuatro y cinco.

 

 

It´s a selfie world

En Caracas la gente se anda sacando fotos con una frecuencia notablemente más alta que en otras capitales del continente. Eso sucede, sobre todo, en algunos puntos de la ciudad. Por ejemplo, en la plaza Altamira, que además de ser el centro del antichavismo es uno de los escenarios favoritos para la toma de fotografías. Estoy ahí un domingo de principios de diciembre y la plaza está en modo navidad. Todos los árboles y arbustos, sin excepción, figuran envueltos en luces. Al centro de la plaza, un obelisco muy alto está iluminado con los colores de la bandera y a sus pies unas letras grandes, de dos metros de alto por catorce de largo, forman la frase

YO 💚 CHACAO (que es el nombre de la comuna).

Cuesta caminar por ahí sin cagarle la foto a más de alguna pareja, familia o persona sola. La cascada artificial que cae de la plaza a un paseo subterráneo conectado con la estación del metro, y que sólo funciona los fines de semana, es otro de los puntos más solicitados. Tiene esta plaza un toque viñamarino, chabacano y popular como el reloj de flores o la gala del festival. Los cientos de personas que pasean entre los árboles luminosos no viven en el barrio, que es uno de los más caros de la ciudad. De tanto mirar ociosamente y de pasar caminando varias veces por los mismos lugares, una chica embarazada me pide que le saque una foto con su amiga. Le pregunto, como es de rigor, cuántos meses tiene y si es niño o niña. Cuando ya no queda nadie, los edificios aledaños, antiguos y nuevos, todos elegantes, parecen casi deshabitados. El Altamira, un clásico de la arquitectura modernista de los años cincuenta, tiene luces prendidas en solo tres departamentos. Otro, muy nuevo y muy alto, llamado For you, está completamente a oscuras. Dicen que los cuicos se han ido yendo.

Un día antes de mi regreso a Chile, un escritor me regaló It´s a selfie world, libro de un amigo suyo, cómplice junto con otrxs en la producción de la revista virtual Mentekupa. Me divirtió pensar que alguien había escrito sobre mi observación sociológica de la propensión caraqueña a las fotos, pero el libro trataba de otra cosa y había sido ganador del premio Mariano Picón Salas que entrega el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Al día siguiente estaba invitada a la reunión semanal de la revista, pero la línea aérea me adelantó el pasaje y no pude conocer a las cabecillas —escriben las editoriales en femenino- de ese proyecto. Quise corresponder a su regalo, pero los números de La Palabra Quebrada que andaba trayendo ya se los había regalado a la poeta Yanuva León, que, dicho sea de paso, ojalá veamos pronto publicada en Chile porque es una bomba. En la mochila solo andaba con un libro, La revolución a dedo de Cynthia Rimsky, que llevé para releer y acompañar mi periplo por las ruinas del socialismo del siglo XXI. Se lo regalé con algo de culpa.

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