En un contexto que normaliza la producción editorial para volverse más competitivo, Erdosain Ediciones insiste en proteger la belleza que nos tiene conectados con estos objetos milenarios llamados libros.

Seducidos por la presencia clásica de sus libros, como si hubiesen aterrizado en nuestro presente las bellísimas ediciones de los años dorados de la industria de la edición, quisimos conversar con el cerebro detrás de la editorial chilena Erdosain. Su catálogo extraño, híbrido, compuesto por libros ilustrados, tiene autores de varias partes del mundo entre los que resaltan Alexis Figueroa, Sergio Chefjec, Mario Bellatín y Margo Glantz, obras que coinciden en términos de estilo y propuesta con la visualidad del proyecto general. Su director, el también autor e ilustrador Daniel Blanco Pantoja, responde mi llamada desde la casa que construyó con sus propias manos en Algarrobo —cuyo proceso de construcción devino en Hoguera (Escrito con tiza, 2021)— iluminado por el sol de media mañana en el litoral central, de un blanco a punto de ser otra cosa.

Le pregunto sobre el comienzo de su vínculo con la escritura, los libros, pero internet hace que entienda sólo la palabra vínculo, y lo describe.

Ante este tipo de preguntas no específicas viene un ataque de paroxismo, se abre algo adelante. Ante eso yo diría que es meramente el hecho de estar en este mundo misterioso y vital. Y tener la necesidad de que algo quede de esa experiencia con la oscuridad, con el fuego, con aquello que no se puede asir.

¿Eso partió desde chico?

Yo creo que nací loco de remate, pero tengo el extraño don del rigor. De estudiar mucho, entrenar, de obsesionarme con las cosas que exigen una pasión. No crecí en un entorno de libros, y yo creo que eso amplificó mucho más la fuerza, crecí en un entorno muy alejado de la literatura y la cultura. Lo más opuesto que puede haber a lo cosmopolita. Algo tan necesario en lo que es la literatura y los libros. Uno diría que es lo que va de la mano al mundo que exige un manejo del lenguaje. Pero también sé que la literatura se ha transformado en resistencia, un anticuerpo para las intenciones de las élites culturales.

Perdón que te interrumpa, pero ¿cómo era ese entorno?

No quisiera caer en el cliché, pero vengo sencillamente de una familia de clase media baja, proletaria y religiosa. Muy religiosa. Mi padre era uruguayo, vino muy joven, conoció y se casó muy joven con mi madre, en la familia de mi madre eran mormones. Entonces yo crecí en este entorno religioso muy limitado en su capacidad de acceso al conocimiento. Pero yo era muy inquieto. Y mi inquietud no tuvo que ver con el estímulo sino con la oscuridad o esa locura. Digamos que era dos niños. Uno que jugaba a la pelota y disfrutaba ese entorno sencillo, casi bucólico, porque crecí en Peñalolén, que a finales de la dictadura era un potrero, todavía no formaba tan claramente parte de la ciudad. Entonces yo disfruté esa vida de poca exigencia. Fui a colegios municipales, en donde el bullying y la pelota eran el deporte oficial. Y disfruté esa vida. Pero había una máscara, en el sentido político, con la que disfrutaba esa vida porque no me parecía difícil y además me parecía divertida. Pero adentro había otro niño desesperado por acceder a algo que sabía que estaba ahí pero no podía ver.

¿Cómo pasás de eso a convertirte en un editor?

Me gusta la figura del ankylosaurus, este dinosaurio con una coraza enorme. Creo que eso hice. Una coraza implacable y un montón de armas que me permitieron, pese a tener todo en contra, terminar haciendo libros, trabajando en el mundo del libro.

Así encontraste la escritura ¿y el mundo de la edición en específico?

No estudié en la universidad. Hubo un año de diseño gráfico pero fue un fracaso. Así que entré por casualidad a trabajar en la editorial Pehuén, y trabajé diez años ahí, haciendo de todo, siempre de forma autodidacta, sin saber muy bien para dónde iba el asunto pero siempre de forma muy desesperada y apasionada.

Pehuén es un enorme proyecto del sector independiente chileno. Y diez años es mucho tiempo.

Sí. Como entre el 2005 y el 2015 fue esa universidad intempestiva. Algo que no elegí pero donde pude hacer un músculo.

Es bonito lo de la universidad intempestiva. Uno como lector tiene la sensación, cada vez más, de que la otra universidad está produciendo un aplanamiento en la edición. Y tus libros son todo menos eso. Uno los tiene en frente y tiene la sensación no de algo nuevo, sino de algo de verdad.

Es lindo eso que dices de algo no nuevo. Un amigo que es pintor, también hijo de uruguayo, me dijo una vez que no hay nada nuevo, que en las pinturas rupestres ya está Picasso, que las vanguardias ya estaban ocurriendo, y que quizá uno lo que hace es tratar de reordenar cada vez eso que ya está ahí. Tal vez estos libros si se ven nuevos es porque parecen libros viejos. Son objetos contemporáneos, que es una paradoja temporal, es algo que está en el presente pero en contacto con otros tiempos, por eso tiene esa enorme potencia de presente, porque son un presente con gravedad, que atrae culturalmente, humanamente. Es un objeto que por sí mismo puede decir muchas cosas porque los elementos que lo componen lo tienen en contacto con muchas historias, no solamente lo que el autor puso ahí dentro. Nuestra idea es que el libro sea un artificio. Y un artificio porque está hecho con las manos, hecho con una artesanía, por un trabajo, que si bien tiene técnica y rigor, no tiene un método preestablecido. El libro lo hacemos según nuestras lecturas y los recursos que tengamos a mano.

¿La salida de Pehuén coincidió con la creación de Erdosain?

Casi, fueron dos años de coexistencia. Pero simbólicamente sí.

¿Qué hacías en Pehuén?

De todo. En gran medida diseño. Pero me tocó editar, coordinar, producir, imprenta, de todo.

Hacías de todo, estabas listo para ser un editor independiente.

Lo que pasa es que cuando uno no fue bien entrenado, no sabe ser un buen empleado. Yo soy un gran trabajador pero un pésimo empleado. Siempre estoy buscando, no tengo un método de trabajo pulcro. Lo mío es la inquietud y eso es un problema. Muchas veces tratas de abarcar más cosas de las que puedes y a veces incluso descuidas las que deberías haber cuidado. No te mueves con gracia, con el cuidado que deberías tener para conservar un trabajo. Los libros de Erdosain son una locura. Hacer libros así, en Chile, en este mercado, y sin un presupuesto acorde a esos libros es un suicidio, es tentar a que las cosas se vayan por caminos insospechados. O sea, Erdosain sigue existiendo, hemos publicado once libros a la fecha. No tenemos grandes problemas financieros pero tampoco tenemos grandes aciertos. Estamos construyendo un cohete al espacio profundo pero no tenemos ingenieros.

En cierta medida no seguí en Pehuén no porque no hubiese podido seguir desarrollando proyectos, sino porque los proyectos que quería hacer eran inexplicables a un directorio con los pies sobre la tierra.

¿Cómo es este momento de pandemia para Erdosain?

Un momento de cuidado, donde tienes que estar alerta para no caer en el abismo. De avanzar a saltos calculados. Pero al mismo tiempo si estás alerta para no caer en el abismo es porque te metiste en el abismo. Estás ahí jugando, en ese terreno, en un contexto en el que lo que signifique perder algo para poder entrar es considerado algo abyecto. Un momento de suma inmediatez. Y los libros de Erdosain no son inmediateces. Ni son condescendientes con el mercado como no lo son con los lectores. Y eso es complejo. Porque a la hora de ir a la librería y tener que elegir gastar tus quince mil pesos entre un libro de Erdosain o un libro más convencional, que busca complacerte, muy probablemente elijas el segundo.

En mis manos Ahí (Erdosain, 2016) escrito por Claudio Aguilera e ilustrado por Vicente Cociña. Negro. Los detalles, trazos de que pertenecen al estilo en carbonilla de Cociña, y el mirlo que tiene en el centro de este libro apaisado y de tapas duras, están impresos en cuño seco, otorgándole un brillo inverso al de los objetos claros, que replica lo que sucede al observar a estas aves escritas por poetas de la talla de Wallace Stevens (recuerda esos versos: «El río se estremece/ El mirlo estará volando»).

Es breve si consideramos su extensión textual. Treinta y nueve líneas dispuestas en dieciséis páginas que se alternan con los dibujos, que son más bien escenas que danzan con lo que está pasando en el plano del lenguaje, sin jamás pisarse. Por momentos el lenguaje cuenta y las imágenes se elevan al plano de la poesía, y después sucede el fenómeno inverso, en una especie de espiral que a su vez avanza, de izquierda a derecha, como vienen avanzando los libros desde hace algunos miles de años en este sector del mundo llamado occidente.

Lo que sucede en el plano narrativo se cuenta de manera sencilla, como sencilla es la figura de un puño dirigiéndose a un rostro, y cómo duele. El libro comienza así: «Su padre le enseñó dos cosas:/ a inventar pájaros y a dispararles».

Ese padre y ese hijo mantendrán un diálogo reducido a su dimensión mínima durante la extensión del libro. Esa reducción, al igual que sucede con toda la materia existente, acelera las partículas narrativas y genera una presión que el lector percibe, aunque no puede definir de dónde viene exactamente. Algo en el libro está todo el tiempo por estallar. El final es intempestivo, como si en lugar de un punto los autores hubiesen puesto un agujero, cuya superficie está en la página y el fondo se abre en la sensibilidad del lector. Por eso, entre otras cosas, el libro no termina, como sucede con todos los buenos libros.

No un punto, sino un abismo parece que le ponen los autores de tu catálogo a los libros, como si no terminaran. ¿Cómo es el trabajo para hacer estos libros?

Perdón, dijiste algo en lo que quisiera reparar. La literatura no son los libros. Los libros contienen literatura. Pero la primera palabra y el punto final de un libro es una decisión comercial. El escritor anónimo, el escritor universal sólo escribe. Claro, hizo libros porque tiene que sobrevivir, y además un ego que satisfacer, y para eso tiene que publicar, y para publicar hay un ego que construir, un perfil que justifique esa publicación, y así funciona el círculo. Pero lo que importa es la literatura, y eso existe mucho antes que los libros, antes que el incunable, antes que el papiro, antes que la escritura cuneiforme. Lo que había era un lenguaje y un relato. Algo que trascienda y que haya que contar.

Y que eso se meta en un mercado también, ¿no?

En Erdosain hacemos libros, son comerciales por supuesto, pero estamos ensayando, tratando de domar el horror de la belleza, son flores del mal, tratar de galvanizar la rosa en cobre, que es la imagen que elegimos para darle nombre a la editorial. Y de hecho desde el primer libro, Animal (Erdosain, 2014) no hemos hecho otro libro álbum. Fue como para iniciar con un nombre la editorial, y como no teníamos plata para pagar autores, sólo pagamos la imprenta porque lo escribí y lo ilustré yo. Pero sirvió para darle una dirección y una identidad a la editorial. Luego hicimos tres libros más de diferentes formatos hasta que publicamos El humo sobre la tierra (Erdosain, 2016) de Manuel Arduino Pavón, que inicia la colección de narrativa.

Es un libro rarísimo de una persona que yo no conocía, que me manda un mail donde me dice «tengo todas estas novelas, las dejo a tu disposición para publicar». Y yo empiezo a leer, fascinado, una novela mejor que la otra, de alguien que no tienes idea si tiene redes, poder, si es alguien en el mundo de la literatura, pero que tú sientes que es perentorio publicarlo, por una ética, qué digo ética, por pasión en realidad, porque sabes que lo que leíste es literatura, y que si no lo publicas eres un cobarde.

Entonces ese libro marcó la decisión de tener ya dos formatos solamente. Ese más pequeñito para novela corta y otro más grande, que es el que utilizamos para El juguete rabioso, de Roberto Arlt y Fragmentos de una biblioteca transparente, de Alexis Figueroa.

Entendí a partir de ese libro que si íbamos a publicar en el formato de Gutenberg, el de siempre, que son dos tapas con cuartillas cosidas y un texto en medio, ya no debíamos improvisar en ese lugar, ni improvisar en nada, lo que teníamos que hacer era simplemente tratar de que cada uno de los elementos que componen este objeto antiguo, sean lo más hermosos posibles con los recursos que tuviéramos a la mano y bajo la idea de este formato.

Tenés a Mario Bellatín, Sergio Chefjec y Margo Glantz. Tres nombres reconocidos en nuestra lengua. Y también nombres que no suenan en Chile. En narrativa tenés un sólo chileno, Alexis Figueroa. ¿Cómo decidís esos nombres?

Es como te vengo diciendo. Estamos en la búsqueda, ensayando. Los autores a los que llegamos, los libros a los que llegamos son los que hemos podido encontrar de manera intempestiva, todos los libros de Erdosain se hacen así. Estás sentado en una mesa, alguien te menciona un autor, llegas hasta ese autor, le cuentas o muestras cómo haces los libros y el autor, el más conocido o el más desconocido, te dice vamos, démosle. Así fue con todos, todos los libros se hicieron tomando licores o desayuno en una mesa. Por citar un ejemplo, el de Margo Glantz fue Bellatín el que me dijo: Margo Glantz tiene un libro abyecto, muy extraño, que sus lectores no lo aceptaron, tú lo deberías publicar.

¿Y en términos visuales? ¿Cómo es el trabajo de decidir ese detalle?

Hay un libro soñado, cada uno lo tiene y sueña con él, pero cuando despierta lo pierde. Pero los materiales son distintos y no se puede fabricar con distintos materiales una misma cosa. Cada libro intenta parecerse a ese libro. Uno hace la lectura del texto e imagina un libro, piensa en un ilustrador, convoca a todas las partes y cada uno hace lo que quiere; casi nunca es lo que el otro estaba pensando. Entonces todo eso llega a mí y yo hago un trabajo parecido a la literatura, al montar todas las partes para que el libro sea lo más parecido a lo que debe ser. Los libros de Erdosain son eso porque hubo un momento en que ya no se podía seguir más adelante y había que entregarlo a la imprenta.